sábado, 30 de marzo de 2013

LA ÚLTIMA CENA

En medio de la mesa en una fuente
estaba el cordero pascual, símbolo
y recuerdo de la liberación
del pueblo de Israel de los egipcios,
el plato principal. La ceremonia
se ajustaba a un estricto ritual.
Acabada la cena, se ciñó
una toalla, les lavó los pies
como hacen, en el suelo, los esclavos.
Ejemplo de humildad y sencillez.
Pero el gran misterio ocurrió después.
Tomó un pan entre sus manos,
lo bendijo, se lo dio
a comer. Era su carne.
Lo mismo hizo con el vino,
transustanciado en su sangre.
Cuanto más lo pienso, menos lo entiendo:
que Dios nos diera a comer
y beber su propio cuerpo
y la sangre de sus venas
para hacernos como Él.
Que nos amáramos como
hermanos. Su testamento.
Quiero, Jesús, serte fiel.


miércoles, 27 de marzo de 2013

14ª ESTACIÓN: JESÚS ES SEPULTADO

Veamos a María sentada en una piedra, a modo de banco ,con su hijo muerto en sus brazos. Su Hijo es Dios y Ella, la Madre de Dios. Como para quedarse absortos en contemplación toda la vida. Jamás entenderemos tan tremendo misterio. Conformémonos con acercarnos a la escena en compañía de José de Arimetea, Nicodemo, Juan, María Magdalena, la hermana mayor de María y otras piadosas mujeres. Con qué respeto, cariño y ternura se dirige Juan a María para decirle que es llegada la hora de dar sepultura a Jesús. Con qué dolor se desprendió la Virgen del cadáver de su hijo y se lo entregó a aquellos hombres cabales para que lo embalsamaran. Antes de que la trompeta anuncie la fiesta de la Pascua, Jesús debe estar enterrado. El grano de trigo ha de caer en tierra y ser sepultado para que produzca su fruto. Así el Hijo del hombre. Él ha cumplido hasta el último ápice la voluntad de Dios. Pronto vendrá la Resurrección para culminar y dar efectividad a su misión. Y después, el Espíritu Santo dará a los Apóstoles el toque de salida de la predicación de la Buena Nueva al mundo entero. Pero, ahora, queda rendir el último tributo a la muerte: el entierro.
Aunque el sepulcro estaba cerca, excavado en la roca y donde nadie había sido enterrado antes, cuatro hombres condujeron el cadáver en unas angarillas, seguido de las mujeres. Los hombres introdujeron el cuerpo embalsamado y amortajado al modo de los judíos y lo depositaron sobre una losa. Es presumible que María entrara en el sepulcro a dar el último adiós a su hijo. ¿Podemos imaginarnos el dolor de esta madre? El entierro del Salvador del mundo fue un entierro humilde, en la intimidad familiar, sin boato humano y sin signos extraordinarios en la naturaleza. Sólo un pequeño grupo de personas y una liturgia sencilla.
Los sumos sacerdotes acudieron a Pilato para pedirle una guardia que custodiara el cuerpo de Jesús, no sea que lo robaran sus seguidores y luego dijeran que había resucitado. Un grupo de cinco o seis soldados se turnaban de forma permanente para custodiar el sepulcro.
María y las otras mujeres se reunieron en el Cenáculo y se pasaron orando gran parte de la noche. Descansaron un poco en unas pequeñas habitaciones, y el sábado se levantaron muy temprano para hacer los preparativos con ungüentos y perfumes para ir al sepulcro.
Recojámonos en el mayor silencio y entremos con nuestra imaginación en el sepulcro. Contemplemos la escena que aparece ante nuestra vista: un hombre muerto envuelto en un sudario y cubierta de vendajes su cabeza. Apenas se le ven los ojos; el resto, un envoltorio de ropa blanca. En torno, oscuridad y silencio total.


¿De quién es ese cadáver? Es el cuerpo sin vida de Jesús de Nazaret. ¿Quién le ha llevado hasta allí? ¿Dónde se encuentra su madre y cuál es su estado de ánimo? Está instalada en la soledad humana más absoluta, aunque su alma está fuertemente unida a Dios a través de la fe. La fe ahora es silencio, oscuridad, soledad total. Ntra. Sra. de la Soledad. Nosotros somos los causantes, los responsables de tal situación. Ese es el precio de nuestra Redención. María no puede eludir su responsabilidad de Corredentora. Un día dio su palabra al ángel Gabriel, declarándose esclava del Señor, y quedó para siempre instalada en el ámbito de la divinidad, obligada al cumplimiento estricto y amoroso de la voluntad de Dios. María comparte todos los sufrimientos de su Hijo para nuestra liberación del pecado y para que seamos hijos adoptivos de Dios por la gracia.
Hagamos un esfuerzo para profundizar en la soledad de María. Los sentimientos están hechos a la medida de nuestro corazón. Y después del Corazón de Cristo no hay criatura humana que pueda tener un corazón más grande, más noble, más sensible que el de su Madre. Pensemos también en la soledad que se instala en tantos corazones, en tantos hogares del mundo: en las madres que pierden a sus hijos, en los esposos desgarrados por la separación. La soledad que patrocina la vejez, la pobreza, la muerte. La soledad del amor. Y la soledad de Dios.
María se sumergió en el abismo de todos los dolores que afligen al corazón humano. Dio a luz a su hijo en una cueva. Y para que Herodes no diera muerte al recién nacido tuvo que huir y esconderse en un país extranjero. Sufrió la experiencia de haber perdido a su hijo durante tres días. Soportó que su hijo fuera despreciado, insultado, traicionado, flagelado, coronado de espinas y condenado a muerte. Le vio morir crucificado entre dos ladrones. Le tuvo muerto en sus brazos y, finalmente, fue sepultado, sufriendo ella la más dolorosa soledad.
Digamos desde lo más profundo de nuestro corazón: Nuestra Señora de la Soledad, ruega por nosotros.



MUERTE Y RESURRECCIÓN DE CRISTO

Jesús en la cruz asume la representación de toda la humanidad ante Dios. Es la ofrenda, la oblación del Hijo al Padre en remisión de todos pecados de los hombres. Él mismo carga personalmente con todas las angustias, las incertidumbres, los errores y horrores de toda la historia de los seres humanos y hace suyas todas nuestras súplicas, peticiones y esperanzas. Por muy perdidos y desorientados que nos encontremos, por grande que sea el cúmulo de nuestros desaciertos, infidelidades, traiciones, cobardías y monstruosidades Dios nos perdona en la muerte y resurrección de su Hijo. Jesús paga con su muerte el rescate de nuestra salvación, lavando con su sangre todas nuestras ignominias, y nos lo garantiza, por encima de toda esperanza, resucitando a su Hijo. La resurrección de Jesús es la garantía y aval del perdón de Dios. Podemos sumergirnos en el pozo insondable de la misericordia de Dios y gritarle desde lo más profundo de nuestro ser, aunque la oscuridad sea total y absoluta y las dudas inmensa, Jesús mío, en Ti confió. Jesús mío, misericordia. Y Dios Padre nos escuchará siempre.
8ª ESTACIÓN: JESÚS CONSUELA A LAS HIJAS DE JERUSALÉN

A lo largo del recorrido hasta el Calvario, alguien va anunciando el paso del cortejo. Se informa sobre la ejecución de los tres reos: Jesús de Nazaret, el impostor, el falso profeta, el agitador del pueblo, el blasfemo, el proscrito de Dios y de los hombres, acompañado por dos ladrones y, quizá, asesinos. Le siguen empujando, insultando y profiriendo contra él todo tipo de vejaciones y falsas acusaciones. Tropieza y cae al suelo varias veces más. La sangre, el sudor y el lodo empapan el rostro y los vestidos de Jesús. Pero también hay un grupo de mujeres, en un recodo de la calle, que se conmueve y llora de pena al ver el estado tan lamentable en que se encuentra este hombre. Y Jesús no pasa indiferente ante aquella manifestación de afecto y de ternura. No piensa en él, pese al sufrimiento y el dolor que le abruman. Piensa primero en ellas y las consuela, manifestándoles su agradecimiento, y alentándolas a preocuparse de sí mismas. La primera manifestación de amor y caridad: la gratitud. Y Jesús también ahora nos vuelve a dar ejemplo de entrega a los demás, olvidándose de sí mismo.
Nuestro ego y sus manifestaciones no tienen límites. Queremos ser siempre los primeros. Llevar siempre la razón. No nos equivocamos nunca; se equivocan los demás. Nuestra forma de pensar es la correcta. Que nos alaben, que nos den las gracias, tener el reconocimiento de los demás nos halaga sobremanera. Si nos pisan, saltamos; si nos golpean, insultamos; sino no nos consideran, nos rebelamos; si no nos atienden, protestamos; si nos ofenden, nos vengamos; si nos causan algún mal, odiamos. Nuestra persona, nuestra reputación, nuestra fama, nuestro prestigio, ante todo y sobre todos. Siempre nuestro yo. Un ego inmenso, cada vez más abultado. En las cosas grandes e importantes y en lo pequeño o insignificante. Nuestro ego lo llena todo, lo invade todo, lo es todo.
Jesús está hecho una piltrafa. Le han quitado todo: el honor, la honra, la fama. Le han condenado sin culpa alguna; es inocente de todos los cargos de que se le acusan. Y no se ha defendido. Le han golpeado, pegado, escupido, flagelado, insultado y no se ha quejado. Y cuando un grupo de mujeres se compadece y tiene lástima de él, se olvida de sí mismo, se quita importancia, se muestra agradecido y les dice que no se preocupen por él sino por ellas y por sus hijos. Les advierte de que si con él – sin tener culpa alguna- han hecho lo que están viendo, con ellas pueden hacer cosas peores.
¡Qué poca importancia damos al consuelo! Y, a veces, no se puede hacer otra cosa. Es necesario, imprescindible. Y suficiente. Ante una situación trágica, horrible, espantosa, las palabras son un estorbo, muchas veces. Suenan a hueco, a vacías. No alcanzan a expresar la magnitud de lo sucedido ni sus consecuencias. Ni siquiera manifiestan lo que en verdad sentimos. Necesitamos llenarlas de mucha ternura para

que puedan decir algo. No hay que explicar nada, justificar nada, razonar nada. Basta con el consuelo. Nuestra cercanía, nuestra presencia, incluso, nuestro silencio. Son suficientes.
Consolar al que sufre, al abatido, al que llora. Consolar al que está solo. Consolar al enfermo, al anciano, al pobre, al desfavorecido. Un grupo de mujeres lloran la desgracia de Jesús y él les ofrece su gratitud en forma de consuelo.


9ª ESTACIÓN: JESÚS CAE POR TERCERA VEZ

Jesús extenuado, en el límite de sus fuerzas físicas, cae de nuevo al suelo y da con su rostro sobre la tierra. Triste, pálido, ensangrentado, abandonado de Dios y de los hombres levanta su mirada implorando ayuda, un poco de compasión; pero sólo se encuentra con el insulto, con el desprecio, con la indiferencia del populacho. Quien es el Hijo de Dios infinito, todopoderoso y eterno está caído y ni siquiera puede levantarse Él solo. El Rey y Señor del universo, por Quien han sido creadas todas las cosas, caído, impotente, falto de la más elemental fuerza para seguir adelante. Enfrenta estas dos realidades: quién es Jesús y cómo se encuentra en este momento. Jesús, desde el suelo, nos mira también a nosotros. Espera nuestra compasión, nuestro apoyo y nuestra ayuda ¿Le vamos a dejar solo?, ¿le vamos a abandonar y marcharnos? Tal vez lo hayamos hecho otras veces. Pero ahora no puede ser igual. ¿Acaso ya no nos queda un ápice de sensibilidad? ¿No se arrasan en llanto nuestros ojos?
Jesús cae y se levanta una y otra vez. No se desanima. Tiene que terminar su obra. Ha de cumplir la voluntad de su Padre, hasta su último aliento. Es su obligación y la nuestra. Todos tenemos un destino, una misión que cumplir. Su vida tiene que ser siempre ejemplar y modélica. En todo momento, en cualquier circunstancia.
¡Cuántas veces nos cansamos y desanimamos! Y bajo cualquier pretexto desistimos en nuestro esfuerzo. Ponemos excusas y buscamos razones para justificar nuestra desgana o falta de voluntad en el intento de seguir adelante. Abandonamos ante la menor dificultad y damos marcha atrás. Siempre el cansancio, el tedio, la debilidad humana como explicación final de nuestra conducta Y tras el cansancio, la sensación de derrota, la frustración del fracaso. Pues, no avanzar es retroceder. Pero fracasar no es caer, ni siquiera el no levantarse, sino el no intentarlo. Nadie fracasa si se esfuerza e intenta seguir adelante, aunque no lo consiga. La intención, el verdadero deseo - acompañados del esfuerzo y el empleo de los medios - es lo que importa, y el amor que ponemos en nuestra actitud.
Ser buenos en la prosperidad parece que es más fácil que serlo en la desgracia, cuando estamos caídos. Cuando nos arrastramos por el polvo y besamos la tierra, manchados de lodo y de sangre, nos falta la decisión para levantar la mirada al cielo y suplicar a Dios compasión y misericordia. La soberbia nos impide aceptarnos como somos y no soportamos vernos ni que nos vean débiles y pecadores. Incluso ante Dios queremos disimular nuestras miserias y aparentar que somos buenos. Jesús cayó tres o muchas veces más bajo el peso de una cruz que le aplastaba y que le impedía seguir adelante. Ni una palabra de protesta, de queja. Ni un sentimiento de vana hipocresía. A todos nos agrada que nos vean fuertes, agraciados, simpáticos, inteligentes, buenos. Y nos gusta ocultar o disimular nuestras caídas, derrotas, limitaciones, fracasos. Miremos a Jesús caído en tierra, agarrando el

suelo con las manos para coger fuerzas y poder levantarse de nuevo. La derrota hecha carne. La impotencia personificada.
Cuenta con nosotros, dulce y buen Jesús. No nos apartaremos jamás de tu lado. De pie o caído en tierra. Te ayudaremos a levantarte y a llevar tu cruz que es la nuestra, la de nuestros pecados e infidelidades. Y cuando nos toque caer a nosotros, intentaremos levantarnos siempre, aunque no podamos, porque sabemos, que Tú nunca nos dejarás solos, abandonados a nuestras débiles fuerzas. Digamos desde lo más profundo de nuestro corazón: Jesús, en ti confiamos.



10ª ESTACIÓN: JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS

Jesús llega a la cima del Calvario, acompañado de los dos ladrones que van a ser crucificados con él. Hay muchos verdugos alrededor de los reos y un populacho expectante, ávido de espectáculos sangrientos. Soldados, fariseos y personalidades religiosas por todas partes, especialmente en torno a Jesús. María, la Madre de Jesús, su hermana, Mª Magdalena y otras piadosas mujeres contemplan la escena atónitas, transidas de dolor. Los verdugos arrancan a Jesús todas sus vestiduras externas y su ropa más íntima. La sangre brota de sus heridas al desprenderse la ropa de su cuerpo. Expuesto a la humillación y vergüenza de todos, le arrancaron la corona de espinas y se la pusieron otra vez. Nuevos dolores y otra tortura. Al dolor físico, a la soledad y abandono de sus seguidores se suman la humillación y el desprecio más vil. Durante un espacio de tiempo, Jesús posa totalmente desnudo a la vista de sus verdugos y el populacho. ¡Qué espectáculo más vergonzoso y sacrílego! La infinita santidad y pureza de Jesús al límite del deshonor y de la vejación más repugnante.
Jesús va a morir desnudo, sin nada. Libre de toda atadura interior y externa. Sin más posesión ni aval que el estricto cumplimiento de la voluntad de Dios. Libre de toda atadura terrena, no le queda más riqueza que su amor al Padre y a todos los hombres por cuya salvación va a morir.
Cuánto nos duele a todos que nos quiten lo nuestro. Sobre todo, si se trata de algo valioso material o sentimentalmente. Cuánto nos gusta almacenar, coleccionar, rodearnos de cosas. Todo nos parece poco. Nunca nos encontramos satisfechos, hartos. La ambición no tiene límites. Dinero, bienes, objetos, influencia, poder, placeres. ¡Qué necios y estúpidos somos! Este cuerpo que tanto mimamos y regalamos, qué pronto desaparecerá descompuesto en la tierra. Dios ha creado un mundo con una inmensa riqueza para mantenimiento de todas sus criaturas; pero unos pocos se apropian de la mayor parte de los bienes. ¿Es realmente nuestro todo lo que poseemos como tal? ¿Es justo que a unos pocos les sobre de todo, mientras a una inmensa mayoría les falte de todo? ¿Es lícito nadar en la abundancia al lado de quienes mueren de hambre? ¿De qué lado estamos nosotros? ¿Hacemos un correcto uso y empleo de los bienes, cualidades, aptitudes y formación que hemos recibido? Dios reparte sus dones, carismas e inteligencia para que los empleemos en servicio y ayuda a los demás. Nada es para nosotros solos. Todo es para todos y en servicio de todos. Formamos parte de una familia, de una comunidad, de un pueblo, de una nación, de toda la humanidad. ¿Somos conscientes de ello y nos sentimos responsables e implicados en todo cuanto ocurre en los diversos ámbitos sociales?


Es fácil desprendernos de lo que nos sobra, de lo superfluo, de lo innecesario; más difícil resulta privarnos de lo que más queremos, estimamos y necesitamos. Nadie quiere problemas. Huimos de las situaciones comprometidas y buscamos, a toda costa, nuestra seguridad futura. ¿Qué margen dejamos a la Providencia? Queremos tenerlo todo atado y bien atado, y nos creemos autosuficientes, dueños y señores del universo. Qué bien nos haría desprendernos de nuestro ego, confiar menos en nuestros medios y ponernos en las manos de Dios.
Jesús se enfrena, desnudo, impotente, desprovisto de toda ayuda a una muerte segura, inmediata, injusta, no deseada humanamente. La privación del mayor derecho, el derecho a la vida. ¿Dónde está su seguridad? ¿Quién le apoya o sale en su ayuda? Está solo. Infinitamente solo. Se da cuenta de su situación y lo acepta plenamente. Es lo que hay. No se rebela ante tan tremendo e incomprensible destino. Su conformidad interior es total; aunque su humanidad deshecha, triturada se vea reducida a la nada de la muerte.
Jesús mío, enséñanos a desprendernos de tantas cosas materiales e, incluso, espirituales que nos estorban para llegar a Dios. Sobre todo, de nuestro egoísmo, de nuestro amor propio. De seguir nuestros caprichos y apetencias. De nuestros amores desordenados. De todos nuestros apegos. Sólo entonces podremos encontrarnos con Dios, ver a Dios.


11ª ESTACIÓN: JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ

Intentemos imaginarnos la escena: Jesús, desnudo, tumbado boca arriba sobre una cruz tosca, espantosa. Unos pocos hombres se disputan la presa. Uno le ha atado un brazo a la cruz para evitar su encogimiento, y para que su mano caiga en el agujero, previamente practicado en la madera. Otro le echa la rodilla sobre el pecho. Un tercero le abre la mano y, quizá, un cuarto es el encargado de perforar y fijar su mano con un grueso clavo de hierro viejo y oxidado. Jesús exhaló un amargo gemido y su cuerpo se retorcía replegándose hacia arriba. La sangre brotó con fuerza, salpicando los brazos y la cara de los verdugos, y cayendo en la tierra. Idéntica operación con la otra mano. Jesús gime y jadea. Mueve la cabeza de un lado para otro, esperando algún consuelo con su mirada. Sólo recibe golpes e insultos.
Ahora toca clavar sus pies. Sus manos están clavadas y sus brazos atados con cuerdas. Hacen lo mismo con su cuerpo por encima del pecho, y con sus piernas por encima de las rodillas. Hay quien dice que ataron sus pies con cuerdas y tiraron fuertemente hasta que, dislocando sus miembros, coincidieron con el agujero practicado en la cruz. Los martillazos se repiten incesantemente. Y la sangre forma un pequeño charco en la tierra. El dolor es intensísimo por la sensibilidad de la zona debida a la abundancia de terminaciones nerviosas. Jesús gime y su mirada alcanza un cielo que se mueve y se borra ante sus ojos. Por un momento está a punto de perder el conocimiento por la intensidad del dolor. Son aproximadamente las doce del mediodía y en el templo se sacrifican los corderos para la fiesta de la Pascua.
Los verdugos levantan la cruz sujetándola con dos cuerdas y la dejan de golpe sobre el agujero abierto en el suelo. Se abrieron más las heridas de los clavos y se conmocionó todo el cuerpo de Jesús. Su rostro desfigurado, hinchados los pómulos, los párpados ensangrentados, y revueltos los cabellos de cabeza y barba. Su cuerpo cuajado de heridas, descoyuntados los huesos. Su piel lívida por la pérdida de sangre y que aún corre desde sus manos y pies hasta el suelo. María y las piadosas mujeres siguieron todo el proceso de la crucifixión anegadas en su espantoso dolor. Jesús, suspendido entre el cielo y la tierra, atado de pies y manos, impotente, a merced de sus enemigos ha iniciado el tramo final de su misión redentora.
Produce escalofrío ver a este hombre. Ante cualquiera en esta situación, una persona sensible se conmueve y puede llegar hasta el llanto. ¿Qué tendríamos que sentir si supiéramos y pensáramos en realidad quién es este hombre? Pues este hombre, Jesús de Nazaret, es el Mesías, el Ungido de Dios. El Hijo de Dios condenado a muerte como un vil malhechor y un despreciable ajusticiado. !Y a qué muerte se somete Cristo! A una muerte violenta, cruel, espantosa. Ya está en ella. Con la crucifixión se inicia la agonía que va a durar tres horas aproximadamente. Y su Padre no le concede un alivio, va exigirle que apure el cáliz hasta el fondo. Sanguinaria muerte, ¡cómo te cebaste en el cuerpo del Redentor! Sólo desde una

experiencia profunda, mística, concedida por pura gracia de Dios podemos aproximarnos a tan tremendo misterio.
Alcánzanos, Señor, el don de comprender un poco el amor que puede mover a todo un Dios a someterse a tal prueba de dolor y humillación para salvarnos a los hombres. El precio que costó nuestra redención y liberación. Y que jamás volvamos a ofenderte y te sigamos con todas nuestras fuerzas hasta el final.
¡Cuántas veces hemos pedido a Dios que nos libre de una muerte violenta y nos conceda una buena muerte! Oh Cristo de la Buena Muerte, ruega por nosotros.



12ª ESTACIÓN: JESÚS MUERE EN LA CRUZ

Fueron tres horas horribles. Y una agonía espantosa. Jesús es un hombre sano, fuerte, con un corazón de hierro. Pero sube al madero machacado por la flagelación, la corona de espinas, el peso de la cruz y las caídas. Deshidratado por la pérdida de sangre. Exhausto y, quizá, en un estado febril.
¿Por qué tanto tiempo en la cruz? ¿Eran necesarios tantos sufrimientos? El paisaje es desolador: basuras, huesos de ajusticiados, moscas y otros insectos; Jesús no puede ni moverse sin sentir un profundo dolor en las manos y los pies. Se encuentra entre dos ladrones. Uno le insulta y le increpa; el otro le implora misericordia. Al Ungido de Dios ni siquiera se le concede una muerte tranquila, en paz. Oleadas de risas, burlas, desprecio y soledad llegan hasta la cruz.
Y sus primeras palabras fueron de perdón y misericordia: “Padre, perdónales, pues no saben lo que hacen” (Lc.23, 34). Luego, el buen ladrón le arrancó el paraíso. “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Jesús le contestó al instante: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc.23, 42-43). Después se dirigió a su madre: “Mujer, éste es tu hijo” y dijo a Juan: “Esta es tu madre” (Jn.19, 26-27).
El ambiente está enrarecido; el sol, casi apagado; una luz cárdena envuelve el Calvario. Jesús sufre dolores físicos terribles, soledad y abandono. Gime y reza a su Padre recitando salmos. Su cuerpo se vuelve lívido; la lengua, reseca, pegada al paladar. “Tengo sed” (Jn.19, 28). Un escalofrío recorre su cuerpo, y el sudor presagia una muerte próxima. María no se aparta de su hijo. También están Juan y las piadosas mujeres. “Todo está consumado” (Jn 19,30)” musitó Jesús, mientras le va fallando la respiración y su pecho se alza en un jadeo cada vez más entrecortado. Se le encharcan los pulmones. Ya no puede más. Es el último instante de su vida terrena. Cerca de las tres de la tarde dio un fuerte grito:” Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt27, 46; Mc15, 34).Sus últimas palabras fueron un sometimiento total a la voluntad de Dios. “Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc.23, 46). Inclinando la cabeza, expiró. Terminó su obra. Nada le queda por hacer, pasando por el trago de la muerte, aunque, después vendrá la Resurrección. El cuerpo de Jesús es un cadáver: la nariz afilada, la cara lívida, los párpados hinchados, la lengua ensangrentada y rígidos todos sus miembros. Su cuerpo lleno de heridas y moratones se dejó caer como todo cuerpo muerto. La tierra se convulsionó y se abrieron grietas en las rocas. El sol se oscureció. El velo del templo se rasgó y algunos muertos volvieron a la vida. El Calvario se quedó en el más absoluto silencio. Sólo están Jesús, María, Juan y algunas piadosas mujeres.
¿Y nosotros? ¿Dónde nos encontramos? ¿Cuál es nuestra actitud en estos momentos?¿Nos encontramos junto a Jesús o en compañía de los que huyen, miedosos, despavoridos, Calvario abajo, esperando que todo escampe y vuelva la

normalidad?¿Repetiremos con el centurión: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (c.15,39) o, pasados unos instantes, volveremos al olvidarnos de todo, como si nada hubiera pasado, y continuaremos como antes, con nuestra vida tibia, sin sentido ni compromiso alguno? ¿Qué pensamos hacer? ¿Qué camino vamos a tomar? No podemos volver a casa sin haber tomado una firme resolución de cambio total y de conversión sincera. Sólo la sangre de Cristo nos limpia y purifica. Nos redime de toda culpa y nos hace libres. Ahora es el momento de decirle: borra mis delitos, lava del todo mi pecado. Que tu sangre no caiga al suelo inútilmente. Que caiga sobre nosotros y nos salve.


13ª ESTACIÓN: JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ Y PUESTO EN BRAZOS DE SU MADRE.

José de Arimatea y Nicodemo obtuvieron de Pilato la autorización para enterrar el cuerpo de Jesús. Llegaron al Calvario provistos de todo material para embalsamarlo: yerbas, perfumes, ungüentos...Su Madre y Magdalena esperan al pie de la Cruz. La gente se ha marchado y sólo quedan los soldados merodeando hasta recibir la orden de abandonar el lugar. La tarde está oscurecida y se respira un aire de misterio en la ciudad: la sensación de que ha ocurrido algo extraño, sobrecogedor.
Nicodemo y José apoyaron las escaleras por detrás de la Cruz y con una sábana, provista de unas correas, ataron el cuerpo de Jesús y lo bajaron tras arrancarle los clavos. Cubrieron parte de su cuerpo y lo pusieron en brazos de su Madre. Mientras los hombres hacían los preparativos para embalsamar a Jesús, María, ayudada por las piadosas mujeres, limpiaba con una esponja mojada en agua y perfumaba su cuerpo con ungüentos y perfumes. Con qué amor la Santísima Virgen contemplaba y besaba a su Hijo. Le retiró la corona de espinas. Limpió y peinó sus cabellos. Y lo mismo hizo con su barba, y ,una por una, lavó todas las heridas y manchas de su cuerpo y de su rostro. Después, los hombres cogerían el cuerpo de Jesús y lo llevarían aparte para embalsamarlo. Volvieron a lavarlo más minuciosamente y lo cubrieron con mirra, ungüentos y yerbas aromáticas. Cubrieron con un sudario su rostro y lo envolvieron en una gran sábana blanca.
Con qué ternura y piedad la Santísima Virgen besaría a su Hijo y limpiaría todas sus heridas. Qué recuerdos pasados cruzarían por su cabeza. Qué veloz había pasado su vida. Qué cercanas en el tiempo estaban la cueva de Belén y el monte Calvario. Las escenas de la vida familiar de Nazaret. La vida pública de Jesús: sus curaciones milagrosas, sus palabras, el cariño que había puesto en la elección de sus Apóstoles que, ahora, le traicionan y le abandonan. La fidelidad de Juan y el amor apasionado y sincero de María Magdalena. La compañía incondicional de un grupo de mujeres piadosas. Pero su Hijo estaba muerto en sus brazos. La muerte había hecho mella en su cuerpo y María tiene que separarse de Él. También el Hijo de Dios tiene que pagar tributo a la muerte y al sepulcro.
Después resucitará; pero ya no lo tendrá a su lado como siempre. Su vida ha cambiado por completo. Qué gran soledad. Pero Ella, la sierva de Yahvé, la esclava del Señor, está dispuesta siempre, minuto a minuto, a cumplir la voluntad de Dios. Lo suyo es el abandono en las manos de Dios, aunque no comprenda la situación ni encuentre sentido a lo ocurrido. Vive pendiente de Él, entregada a Él, inmersa en Él. Ahora, sin Jesús, ella debe de tomar el encargo de velar por su obra. Con su presencia, con su oración alentará a los Apóstoles tras la venida del Espíritu Santo en la difusión del Evangelio y afianciamiento de la Iglesia naciente.


Ojalá imitemos a María en su entrega incondicional a Dios. Pidámosle a Ella, que es la Madre de la divina gracia, que nos alcance de Dios este sublime don. Seguro que nos lo concederá, si se lo pedimos con fe y confianza. ¿Qué podemos hacer nosotros por Ella? Acompañarle en su soledad y dolor. Decidle desde lo más profundo de nuestro corazón: Madre mía, aquí me tienes, cuenta conmigo. Jamás te dejaré sola. No me apartaré nunca más de ti. Quiero repararte y desagraviarte por todos los pecados que se cometen en el mundo entero y por los míos propios. Quiero ser siempre tu hijo, mi buena Madre.



7ª ESTACIÓN: JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ

Aparte del cansancio, del agotamiento, quizá, los verdugos empujaron a Jesús y éste cayó al suelo tras varios trompicones. Otra vez, Jesús besa el suelo. De nuevo, se confunde con la tierra. Experimenta la impotencia, la incapacidad de mantenerse en pie y seguir adelante con el peso de la cruz. A duras penas puede levantarse a fuerza de empujones y de tirar de él con las cuerdas. La calle es un camino sucio, maloliente, lleno de piedras y de hoyos. Sólo se oyen ofensas y gritos de desprecio entre los que se desliza algún gemido y corren algunas lágrimas. Jesús no ha hecho otra cosa en su vida que acoger, sanar, ayudar a todos. Hacer el bien. Ha vivido pobremente y se ha rodeado de indigentes, enfermos y marginados. Ha curado todas las dolencias que se le han presentado. Ha perdonado a los pecadores. Y ahora cae una y otra vez bajo el peso abrumador de una cruz tosca, pesada, y sólo recibe gritos de desprecio, ingratitud y ofensas de parte de una multitud frenética, enloquecida, desagradecida. Y Jesús calla, sufre en silencio. No insulta, no protesta, no se rebela. No se defiende. Acepta plenamente todo lo que le acontece como voluntad de Dios.
Ante el dolor, el sufrimiento, la enfermedad, la pobreza o cualquier tipo de prueba que Dios quiere o permite para nosotros, ¿cómo respondemos?,¿qué actitud adoptamos? Vivimos unos tiempos en que todos queremos mejorar nuestra calidad de vida presente y futura. Nos preocupa mucho la salud, evitar el sufrimiento. La pobreza, la enfermedad y la soledad son fantasmas que tenemos que conjurar. Nos asustan el dolor físico y las vejaciones y queremos evitarlas a toda costa. Todo esto no es malo y se inscribe en nuestro deseo de ser felices, puesto y querido por Dios. Es irracional amar el sufrimiento por el sufrimiento. Y es bueno y muy humano buscar y desear un estado de bienestar. Pero el sufrimiento y el dolor son inherentes a nuestra naturaleza humana. Se presentan sin llamarlos. Son inevitables. Cuando sopla el huracán y cae el aguacero, es lo que hay. La destrucción, la pérdida de bienes y hasta de la vida. La respuesta no puede ser la rabia, la desesperación, la rebelión. En primer lugar, la aceptación serena, confiada.
No basta aceptar con resignación, sino abrazar con alegría todas las cruces que Dios quiera enviarnos. Sin cruz no hay salvación. No hay amor sin dolor. Abracemos nuestra cruz, aunque nos haga caer muchas veces en el camino. Dios nos dará siempre fuerzas para llegar hasta el final. Pidamos a Jesús que nos haga comprender el misterio de la cruz. Si queremos profundizar en la vida de Jesús y avanzar en nuestra santificación, hemos de unir nuestras pequeñas cruces al sufrimiento redentor de Cristo. El dolor nos purifica y redime. El cristiano tiene la facultad de poder transformar el sufrimiento, incluso la muerte, en algo positivo, asociándolos al sufrimiento y la muerte de Cristo. Entonces, lejos de temerlos y odiarlos, los acogemos con alegría, con amor. Cristo ha sufrido y muerto, pero ha resucitado. En Él ha sido vencida la muerte y glorificado el sufrimiento también para nosotros. Este es el verdadero sentido del dolor.

¿Cuál es nuestra actitud, nuestro comportamiento ante el dolor o la desgracia ajena? ¿Cómo reaccionamos cuando vemos al que está caído, humillado, abatido por la enfermedad, la pobreza, la mala fortuna o cualquier circunstancia adversa? ¿Le ayudamos, le echamos una mano, o pasamos indiferentes ante su situación?
Ante la prosperidad proliferan los amigos; cuando nos visita la desgracia, todos huyen, desaparecen. A veces, hasta llegamos a alegrarnos de la desgracia ajena. O adoptamos una postura de indiferencia, de mirar para otra parte. No queremos comprometernos, implicarnos. Solemos decir: ¡ lo que me faltaba a mí ahora!. Y rehuimos el compromiso. Cada cual que afronte su situación. Danos, Señor, un corazón sensible para sintonizar con el que está caído. Disposición para solidarizarnos con él. Prontitud para reaccionar echando una mano, ayudando a levantarse.



5ª ESTACIÓN: SIMÓN CIRINEO AYUDA A JESÚS A LLEVAR LA CRUZ



Entre los soldados y fariseos corría un comentario: Necesitamos que alguien ayude a este hombre si queremos que llegue con vida. Entre la multitud vieron a un hombre alto, fornido, con aspecto de trabajador o campesino y le obligaron a que ayudara a Jesús a llevar la cruz.

Primero, lo hizo de mala gana, a la fuerza. Jesús lo miró con mucha ternura y agradecimiento, y las entrañas se le conmovieron al ver el pésimo estado del ajusticiado. Ayudó a Jesús a llevar el instrumento de su suplicio.

¡Qué suerte la de aquel hombre! Quizá fuera inculto, tosco, duro; pero sin duda, sería un hombre honrado, honesto, con un gran corazón. Aquel gesto de compasión lo inmortalizó, lo introdujo en la historia para siempre. Y si Jesús prometió el paraíso al buen ladrón por unas palabras de arrepentimiento, qué no ofrecería a Simón Cirineo por haber ayudado al mismo Dios a llevar tan pesada carga.

Ahora miramos a aquel hombre con cierta envidia por la oportunidad que se le ofreció en su vida. Pero no pensamos en la cantidad de oportunidades que Dios nos regala y que nosotros desaprovechamos. No seamos nostálgicos sino realistas. Desde que nos levantamos, toda nuestra vida es una gracia continuada de Dios y un motivo de agradecimiento por todas las ocasiones que se nos ofrecen para ayudar a Jesús a llevar su cruz.

¿Acaso no sabemos que cada hermano nuestro es el mismo Cristo en persona? “Todo lo que hagáis al más pequeño de mis hijos, a Mí me lo hacéis”. Jesús no nos dice que es como si se lo hiciéramos a él, sino que se lo hacemos a él.

Una sonrisa, una limosna, unas palabras de consuelo y aliento. Ayudar a alguien a resolver una situación difícil. Acompañar, estar al lado del que esta caído, solo, enfermo. Visitar al preso, al marginado, al que nadie quiere. Informar, socorrer, compartir. Renunciar a comodidades, a bienes, a derechos, a nuestro tiempo. Ponernos a disposición de otros; pero con sinceridad, sin cumplidos hipócritas. Dar y darnos. Dar no sólo de lo que nos sobra, sino de lo necesario. Nos damos cuando damos más importancia a los demás que a nosotros mismos. Cuando nuestro ego no es el centro que rige, gobierna y mueve nuestra vida. Dar y darnos. Sin distinción de personas. Sin esperar recompensa. Ni siquiera esperar que nos lo agradezcan. Dar y darnos. Al pobre, al extranjero, al enfermo, al preso, al desconocido, al que nos causa problemas, al antipático, al ineducado. Dar y darnos. A los que no son como nosotros, a los que no piensan como nosotros, a los que no viven como nosotros. A los que nos ofenden y no nos quieren.





Cuántas veces nos preguntamos, ¿y yo por qué tengo fe y otros no la tienen? ¿Por qué Dios me ha hecho a mí este regalo? ¿Acaso tengo yo más derecho que otros a este don sobrenatural? ¿Por qué yo soy un privilegiado frente a millones de seres humanos que no conocen a Cristo? ¿Es justificable que yo me salve y otros no? Y no vemos explicación a estos interrogantes. La fe es un don gratuito de Dios. La salvación es un regalo de su misericordia infinita. Pero Dios no nos da estos bienes espirituales sólo para nuestro único disfrute personal. Él pone en nuestras manos la fe, el conocimiento y posesión de su gracia, de la Redención para que nosotros la transmitamos y comuniquemos a los demás. La vocación cristiana no es ser pozo o pantano de los dones de Dios; sino acequia, canal. Ser cristiano, tener fe, seguir a Cristo no es sólo un don, una gracia, un privilegio; es, sobre todo, una responsabilidad. Dios nos ha creado para los demás. Nos da la fe y la salvación para los demás. Quiere que seamos luz, sal, levadura para los demás.

También solemos decir con bastante frecuencia: ¿por qué Dios no se manifiesta en una importante plaza de una gran ciudad, a la vista de todos, o se aparece a gente importante, a sabios y poderosos y lo hace a gente humilde, sencilla, inculta? Está claro que los designios de Dios no son los nuestros ni sus caminos nuestros caminos. Jesús lo dejó bien claro al afirmar: “Bendito seas Padre, Señor de cielo y tierra, porque si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos se las has revelado a la gente sencilla (Mat 11,25-26; Luc10, 21). La fuerza de Dios se manifiesta en nuestra debilidad. Ahora, mientras los poderosos, los sabios y letrados, los cumplidores de la ley lo condenan, obstinados en su ceguera, un sencillo y humilde campesino le ayuda a llevar sobre sus hombros la cruz de su suplicio. El mismo Hijo de Dios quiso contar con la colaboración de este hombre en su obra de la Redención del género humano.



6ª ESTACIÓN: LA VERÓNICA LIMPIA EL ROSTRO DE JESÚS



El cortejo de los ajusticiados sigue su marcha hacia el Calvario, cuando una mujer fuerte e impetuosa se abre paso entre la gente y, con total decisión, llega hasta Jesús y le ofrece un paño para limpiarse el rostro. Jesús se limpió el sudor y la sangre de la cara y se lo devolvió a la mujer, manifestándole su agradecimiento.

Se oyen gritos de protesta entre los soldados y las autoridades del templo por la intromisión de aquella mujer, mientras ella desaparece y se dirige hacia su casa. Apenas entró, desplegó lienzo o sudario y se encontró con la imagen de la cara ensangrentada de Jesús. No podemos imaginar cuál sería su sorpresa. Se pondría en oración para agradecer a Dios tal privilegio. Qué pronto fue recompensada su buena acción, recibiendo el ciento por uno. Con qué cariño guardaría Verónica aquella reliquia, qué cambio produciría en su vida.

Otro personaje a imitar por nosotros. Ejemplo de decisión, valentía, falta de respeto humano y de miedo a comprometerse con una buena acción. Verónica no piensa en el peligro; no calcula las consecuencias. Obra decididamente, impulsada por un noble motivo, y Dios se lo premia con creces. El comportamiento de esta mujer merece una reflexión por nuestra parte. Puede ser el paradigma de otras situaciones semejantes que se nos pueden presentar. Y un claro ejemplo de cuál debe ser la actuación correcta. Incluso por encima de la ley o de ciertas normas sociales establecidas.

Jesús es un reo, un condenado a muerte. La sentencia proviene del procurador romano, la autoridad competente para ello; pero son las autoridades religiosas judías las que fuerzan a Pilato con sus acusaciones, con su presión a dictar la sentencia. Un judío devoto, practicante estará de acuerdo con la actuación de los sacerdotes y del Sanedrín en el caso de Jesús. Parece que es lo pertinente. Pensemos como católicos qué haríamos si el Papa excomulgara o condenara a uno de sus obispos, teólogos, etc. Lo normal, lo políticamente correcto es ponernos de parte del Papa y sintonizar con su actuación como buena, justa y correcta. Pero Verónica desafía el estatus constituido se pone del lado del reo. Jesús es un condenado de acuerdo con la ley judía, según sus sacerdotes. Un peligro para el pueblo. Un alborotador y sedicioso. Por tanto, debe morir. Pero Verónica se salta todo a la torera. No le importa nada lo que piensen sus sacerdotes o cómo actúe la justicia del momento. Siente lástima por aquel hombre. Se olvida de prejuicios sociales, religiosos, jurídicos. Le importa el hombre, el ser humano desvalido, que sufre, que está solo y abandonado, aunque sea culpable ante la consideración de todos.





El amor debe prevalecer sobre todo. A Dios no le agradan nuestros sacrificios, nuestros ritos o ceremonias si no tenemos misericordia. La ley no salva; sólo el amor infinito de Dios al cual debemos corresponder amándole a Él y a nuestros hermanos.

A los pobres siempre los tendréis con vosotros”, nos dijo Jesús (Jn12,8). A los pobres, a los marginados, a los condenados y encarcelados, a los enfermos, a la escoria humana. Y en ellos está el rostro de Cristo, la persona de Jesús. Esto no quiere decir que defendamos la injusticia, la insumisión a la ley, el desprecio a las normas de convivencia. Condenamos el pecado, pero no al pecador. El perdón, la ternura, la misericordia, la compasión son las virtudes que definen la conducta de Jesús y que deben ser la aspiración de todo cristiano. Verónica actúa como el buen samaritano de la parábola. Nada desprecia más Jesús que la actuación hipócrita de quienes defienden la apariencia externa de buen comportamiento y albergan un corazón corrompido por el odio, el egoísmo o la soberbia. Magdalena, la mujer adultera, el buen ladrón, el publicano de la parábola testifican cómo debe ser nuestra forma de proceder.

Gracias, mujer Verónica, por este sublime ejemplo que nos has dado en una actuación tan sencilla y corriente como es la de limpiar el rostro de una persona que sufre y padece.


martes, 26 de marzo de 2013

2ª ESTACIÓN: JESÚS CARGA CON LA CRUZ A CUESTAS

Condujeron a Jesús a través de la plaza, mientras le traían la cruz que arrojaron a sus pies. Él la cargó sobre su hombro. A continuación, sonó la trompeta para iniciar la marcha. Numerosos soldados, una gran multitud de hombres y de niños, fariseos y personalidades miembros del Sanedrín, a pie o a caballo, se arremolinaban en torno a Jesús. Él, descalzo, ensangrentado, temblando de fiebre, revueltos sus cabellos y barba se puso en marcha. Tras él, los ladrones. Finalmente, una representación de la autoridad civil romana.
La calle de la Amargura era sucia y estrecha. Por todas partes se oían insultos, y hasta le tiraban piedras como a un perro. Muy poca gente se compadecía de Jesús. Ya se habían olvidado de su entrada triunfal en Jerusalén, aclamado entre palmas y ramas de olivo. Impresiona ver cómo se manipula a la gente y se lleva de un sitio para otro a la masa de un pueblo. En qué espacio tan corto de tiempo se pasa del “Hosanna al Hijo de David” al “Crucifícalo”.
Sobre todo, no olvidemos que ese condenado a muerte de cruz, que arrastra el instrumento donde va a ser ejecutado, es el Mesías del pueblo de Israel, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. El mismo Dios en persona. Y está haciendo eso por nosotros. Por nuestra salvación. ¡Qué caro le costó nuestro rescate! ¡A qué extremo de anonadamiento le llevó nuestra redención!. Sobran todas las palabras o cualquier comentario. Imaginemos la escena. Jesús de Nazaret condenado a muerte, cargando con la cruz, instrumento de suplicio, que se pone en camino- diríamos ahora como un descamisado, un marginado, una escoria humana- hacia el Calvario donde va a ser crucificado
¿No le hubiera bastado al Hijo de Dios hacerse hombre y traernos su doctrina, el mensaje de la Buena Noticia, dándonos las pautas de nuestra conducta y enseñándonos como debía ser nuestra vida? ¿Por qué tal despilfarro de dolor y sufrimiento?
Nos produce verdadero vértigo contemplar cualquier escena de la Pasión de Jesús y pensar que es Dios, que todo eso lo hace por amor al hombre- a todos y a cada uno de nosotros- y que le hubiera bastado el acto más insignificante, por su parte, para salvar al género humano. Hubiera sido suficiente el hecho de la Encarnación. Una simple oración. Una súplica a su Padre. ¿Por qué se somete a ese abismo de humillación? ¡Qué bien lo expresa San Pablo: “ No tuvo en cuenta su categoría de Dios, se rebajó hasta la muerte y una muerte de cruz” ( Ef 2,6 ;8 ).
La cruz es un signo de espanto. Nadie quiere la cruz. Todos la huimos. Y sin cruz no hay salvación. “Quien no coge su cruz y me sigue no puede ser discípulo mío” (Lc 14,27). “Si el grano de trigo no cae en tierra y se pudre no puede dar fruto. La cruz

es sinónimo de infelicidad. La cruz es sufrir, padecer, morir. ¿Por qué Jesús ha elegido ese camino? ¿Por qué es esa la voluntad de Dios, de su Padre para con Él? Quizá no encontremos explicación; pero los pensamientos y los caminos de Dios no son los nuestros.
También a Jesús le repelió la cruz. Le espantó el sufrimiento hasta el pánico y el sudor de sangre. Pero no sucumbió a la tentación. No huyó ante la que se le venía encima. Aceptó su misión y su destino como manifestación de la voluntad de Dios. Y la asumió plenamente. La sublimó hasta convertirla en un triunfo, en signo de gloria, en semilla de vida. Por la cruz a la luz. Tras la cruz, la resurrección.
En la cruz de Cristo se encierra todo el misterio de nuestra salvación. En la cruz de Cristo está escondido el secreto de nuestra liberación de la muerte y del pecado. La verdadera libertad del ser humano. La dignidad humana encuentra su total plenitud en la cruz de Cristo. Y la explicación de todos los avatares de nuestra vida. De qué distinta manera se ven así las enfermedades, el dolor, las contrariedades, las diversas pruebas que se nos presentan.
La cruz nos purifica, nos limpia de egoísmo, nos libera, nos impulsa a subir hacia la cima. ¡Cuánto lastre, cuánto peso de ataduras humanas desaparecen! Y nos nacen alas para la ascensión a Dios. El orgullo, la soberbia, la vanidad, la ira son atemperados por el dolor. Nos hacemos más comprensivos, más tolerantes, más humanos cuando nos visita el sufrimiento.
En la hora de la prueba se ve lo que somos, se manifiesta lo que valemos. Se acrisolan nuestras obras, pensamientos y actitudes. Se mide nuestra hondura espiritual, nuestra vida interior.
Finalmente, en el sufrimiento se mide y acrecienta nuestro amor. No hay amor sin dolor. No sabemos lo que amamos hasta que no sufrimos. Cuanto más se ama a Cristo más se desea sufrir para parecernos más a Él, para identificarnos con el Crucificado.
Pero no somos masoquistas. No buscamos el dolor por el dolor. No nos complace el sufrimiento en sí. La muerte, la enfermedad, la traición del amigo, el daño de nuestros enemigos, nuestras carencias y limitaciones humanas están ahí, nos visitan inevitablemente. Si nos revelamos, si no las aceptamos como queridas o permitidas por Dios, si no las asumimos, entonces la cruz, en vez de ser fructífera y salvífica, sirve para nuestra condenación en esta vida y, quizá, en la otra.
La cruz que nos identifica con Él. La cruz que da vida, que salva, que redime, que libera, que dignifica, que nos lleva al amor es la cruz de Cristo. “Si morimos con Cristo, viviremos con Él...” (2 Tim 2,11). Ahí está el secreto y la explicación de la cruz. De su valor inmenso. De su éxito y triunfo final.


3ª ESTACIÓN: JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ BAJO EL PESO DE LA CRUZ

La calle está llena de hoyos y de piedras; a trechos, de suciedad y lodo. Es posible que Jesús tropezara o que los verdugos le tiraran de las cuerdas que llevaba atadas a la cintura. Lo cierto es que Jesús cae al suelo como un perro apaleado. Y a su lado cae la cruz. O, tal vez, encima, aplastándole. Él tiende la mano implorando ayuda y misericordia con su mirada. A cambio, recibe una sarta de imprecaciones y de insultos. A algunas mujeres afligidas se les escapan las lágrimas y los niños corren asustados. Pero el corazón de los verdugos está cada vez más endurecido. Empujándole y dándole patadas, lo levantan del suelo y le cargan de nuevo la cruz.
Ante un mismo acontecimiento, la reacción de los humanos es muy diferente, diametralmente opuesta. O nuestro corazón se ablanda y nos ponemos del lado de Jesús o seguimos empecinados en nuestro pecado. Lo que para unos es signo de salvación, para otros es objeto de burla, mofa y desprecio. Jesús caído en el suelo es un ajusticiado despreciable para algunos; para otros es digno de toda lástima y compasión.
Para nosotros, ¿quién es ese hombre caído en tierra? ¿Es el Hijo de Dios vivo? ¿Qué estamos dispuestos a hacer por Él? ¿Le dejaremos solo cargado con su cruz, camino de la crucifixión, o le diremos, de todo corazón: Jesús, cuenta conmigo, no te dejaré solo jamás; donde tú vayas, también iré yo?
Cualquier persona sensible y educada es agradecida con quien le hace un favor. A mayor favor, más reconocimiento y gratitud. Si sabemos que alguien nos ha salvado la vida le estaremos inmensamente agradecidos y se lo demostraremos de mil maneras. Jesús ha hecho por nosotros lo máximo posible que se puede hacer: dar la vida. ¡Y de qué forma! ¿Cómo se lo agradecemos? ¿ Le somos incondicionales a cualquier hora o en cualquier momento o nos trae sin cuidado lo que haya hecho por nosotros? No digamos que es cuestión de fe, de creer o no en Él. Por supuesto, me estoy refiriendo a creyentes, a cristianos seguidores suyos. ¿Hasta qué punto nos interesa, nos incumbe Jesús? ¿Somos coherentes con nuestras creencias? ¿Reflejamos en nuestra vida la fe que profesamos? ¿Estamos agradecidos por la salvación que inmerecidamente nos regala? Toda una vida sería insuficiente para agradecer a Cristo nuestra Redención, el habernos abierto las puertas del paraíso para toda la eternidad.
A Jesús no le importa caer bajo el peso de la cruz cuantas veces sea necesario por nosotros. Le importamos demasiado. Nos quiere hasta el infinito. ¿Vamos a reaccionar de una vez por todas con nuestra gratitud, nuestra entrega generosa, nuestro amor sincero? Le hemos costado demasiado para seguir siendo desagradecidos, indiferentes.

La cruz pesa, a veces, demasiado. O nos ponen zancadillas, nos dificultan el camino. Pero nuestra obligación es seguir adelante. O, al menos, intentarlo. Ante la caída, lo primero, levantarnos; después, seguir adelante. Nunca digamos que no podemos más, si no hemos puesto a prueba nuestras fuerzas. No desistamos, si no hemos empleado todos los recursos. El fracaso no está en la caída, sino en no levantarnos, o, al menos, en no intentarlo. Quien cae muchas veces no es un fracasado, si intenta levantarse siempre. Y cuando nos faltan las fuerzas, ahí está Dios. Nunca nos tienta por encima de nuestras posibilidades (1Cor 10,13). Jamás nos faltará su gracia. Ya nos avisó Jesús: “Sin Mí, nada podéis hacer”. En orden espiritual no podemos ni pronunciar su nombre si Él no nos ayuda (1Cor12, 13) Sólo venceremos con la fuerza de su Espíritu.
Si somos conscientes de este poder que tenemos en el nombre de Jesús, si confiamos en su palabra, si tenemos fe en su persona, todo lo podremos- como dice San Pablo- en Aquel que nos conforta. Las caídas no nos pueden hacer desesperar. Lo peor es la tibieza, la modorra, el desánimo, el decir no puedo más. Siempre podemos más. Él nunca deja de tendernos su mano amiga.
¿Qué haces ahí caído mirando el fango y el lodo que te envuelven? Levanta tus ojos al cielo y sigue adelante. Tienes un compromiso con Dios, contigo mismo y con los demás. Saca fuerzas de flaqueza una vez más. Todo esfuerzo es poco. Bien merece la pena dedicar la vida entera a la causa de Cristo y seguir con tu cruz tras sus pasos. Saca un fuerte propósito que marque tu vida para siempre. No permanecer mucho tiempo caído en el suelo. Levántate y síguele a dondequiera que vaya, a donde te quiera llevar.
Jesús cae al suelo cansado, extenuado, sin fuerzas. Él asumió en todo nuestra condición humana, exceptuando el pecado. Se hizo tan semejante a nosotros para que no tuviéramos miedo de Él, para que confiáramos plenamente en Él. Para decirnos: mira, estoy deshecho, no puedo más, me faltan las fuerzas; pero me levanto. Quiero levantarme. Me esfuerzo hasta el límite para levantarme. No te dé vergüenza verte caído en tierra, confundido con el polvo y con el lodo si, aunque sea sólo con tu mirada, imploras ayuda y estás diciendo que quieres seguir adelante. Yo estoy siempre a tu lado. Cuenta conmigo.


lunes, 25 de marzo de 2013

VIA CRUCIS

INTRODUCCIÓN

El ejercicio del Vía Crucis es, quizá, la devoción más antigua de la Iglesia. Tal vez, practicado desde los comienzos del cristianismo. Tiene su justificación en la creencia de que la Virgen María, acompañada por San Juan, recorrió los lugares que, previamente, había hecho su Hijo durante su Pasión. Cuántas veces, durante su estancia en Jerusalén, andaría la calle de la Amargura – recordando sus caídas, su encuentro...- la plaza en la que oyó su condena a muerte, el monte Calvario...Quizá lo hiciera la misma tarde del Viernes Santo o el sábado. Muchos discípulos de Jesús, habitantes de Jerusalén, harían lo mismo, extendiéndose esta costumbre a cuantos acudieran a Tierra Santa para visitar los lugares donde había nacido, vivido, predicado, padecido Jesús de Nazaret. Objeto de una devoción especial fueron los lugares de su pasión y muerte. Esta práctica se extendió especialmente en la época del emperador Constantino (S.IV). Durante la Edad Media, ante la dificultad de viajar a Tierra Santa, surgió la costumbre de representar algunas de las Estaciones del Vía Crucis en los templos de Europa. Con Inocencio XI y Benedicto XIII se dio un gran impulso a la concreción de esta devoción. Seguramente fue el siglo XVI cuando se fraguó la forma que el Vía Crucis ha conservado hasta nuestros días. Y Juan Pablo II nos regaló un Vía Crucis de quince estaciones ajustadas a los pasajes del Evangelio.
Si nos basamos en las revelaciones hechas por Jesús a algunos santos y la práctica de casi todos ellos, algo que le agrada especialmente es la meditación y contemplación de su Pasión y muerte. Recordemos a San Francisco de Asís, Sta. Gema Galgani, San Gabriel de la Dolorosa, San Pio de Pietrelcina, Sta. Brígida, Sta. Catalina de Siena, Sta. Ángela de Foligno y un interminable número de ellos. Precisamente el Vía Crucis consiste en la meditación y contemplación de algunos de los pasos o escenas en las que Jesús más padeció y sufrió por nosotros desde la institución de la Eucaristía (Jueves Santo) hasta la sepultura en la tarde del Viernes Santo.
Y cada una de las estaciones del Vía Crucis termina con el rezo de un padrenuestro y avemaría. Las dos oraciones por excelencia: compuesta la primera por el mismo Jesús, a petición de los Apóstoles, para enseñarles a orar, y debida la segunda a la salutación del ángel Gabriel a María, a las palabras del saludo de su prima Isabel y a la Iglesia que compuso el santamaría. No quiero extenderme en este punto; pero ahí tenemos a multitud de santos que han escrito bellísimamente sobre el contenido de estas oraciones. Baste recordar a Santa Teresa de Ávila, San Luis Mª Grignon de Montfort en su tratado del Rosario.


De ninguna práctica piadosa se ha escrito y hablado más, seguramente, que del Santo Rosario, compuesto, precisamente, del rezo del Padrenuestro y del Avemaría y de la contemplación de los misterios de la vida, muerte, y resurrección de Jesús y de otros sobre la Virgen María. Ahí radica la grandeza, belleza e importancia del Santo Rosario. Todos los papas lo han recomendado, ensalzado y concedido indulgencias a quienes lo recen. Pero nadie más autorizado para su recomendación que la misma Madre de Dios. Recordemos las apariciones de Fátima. En todas las iglesias de la Cristiandad se practica el rezo del santo Rosario y, especialmente en los santuarios marianos y en las fiestas y peregrinaciones en honor de la Virgen María.
La práctica del Vía Crucis está menos generalizada dentro de la Iglesia. Es una costumbre universal hacerlo los viernes de cuaresma y, especialmente, el Viernes Santo. Recordemos el presidido por el Papa en Roma.
Desde estas páginas animo a las personas devotas y a todos los cristianos a la práctica del Vía Crucis todos los viernes del año. Si sabemos que la contemplación de los sufrimientos y dolores de la Pasión tanto agradan a Jesús, qué mejor modo de hacerlo que mediante el rezo del Vía Crucis, contemplando cada paso o estación y acabando cada una de ellas con el rezo de un padrenuestro y avemaría,
Movido por el deseo de ayudar a alguno en la meditación de estos misterios de dolor de nuestro Señor he compuesto el presente librito. Si te sirve y sacas algún provecho espiritual, recomiéndalo a quienes puedan beneficiarse de ello.
Demos gracias a Dios que ha puesto a nuestra disposición tan maravilloso medio para acrecentar nuestro amor a Jesucristo, mediante la contemplación de su pasión y muerte, y para obtener tantos dones y beneficios espirituales, en favor nuestro y de la Iglesia.



1ª ESTACIÓN: JESÚS ES CONDENADO A MUERTE

Se trata de un juicio.
¿Quiénes son los personajes participantes?
El protagonista es el reo: Jesús de Nazaret.
El juez: Poncio Pilato.
Los acusadores: los Príncipes de los Sacerdotes.
Y toda una comparsa de personajes secundarios en el escenario: soldados, escribanos, personal de seguridad y vigilancia, verdugos, curiosos y un populacho manipulado, enloquecido, ebrio de sangre.
A cierta distancia contempla la escena un reducido grupo de personas que sufre y padece en íntima sintonía con el reo: su madre y unas piadosas mujeres familiares y amigas.
El escenario: la plaza del palacio de Pilato.
El gobernador, ataviado con sus vestidos oficiales, se dirige al tribunal llamado Gábbata y toma asiento. Jesús es conducido a su presencia con su capa de burla y la corona de espinas, permaneciendo de pie.
-Aquí tenéis a vuestro Rey- exclamó Pilato.
-Crucifícalo-vociferaban.
-¿Queréis que crucifique a vuestro Rey?
-No tenemos más Rey que el César.
Pilato leyó la sentencia argumentando que había sido acusado de proclamarse Hijo de Dios, Rey de los judíos y que era un peligro para la paz pública, por todo lo cual condenaba a Jesús de Nazaret a ser crucificado. A continuación, escribió la inscripción que debía haber en la cruz: Rey de los judíos.
Leída la sentencia, los verdugos le desataron las manos a Jesús y le trajeron sus vestidos. Le ataron alrededor del cuerpo la correa de la que salían cuerdas para tirar de él. La sentencia contra Jesús fue pronunciada alrededor de las diez de la mañana, tras una noche sin dormir encerrado en el calabozo del palacio de Caifás.

Después de ser brutalmente azotado, coronado de espinas, escupido, abofeteado, hecho objeto de burlas y escarnecido.
Se trata de un juicio injusto, inicuo, plagado de falsedades y mentiras. Pongámonos en la piel de Jesús, en una situación semejante. Se le acusa de blasfemo, alborotador del pueblo, de conspirar contra el César. ¿Qué sentiría Jesús ante tanta falsedad, mentira, humillación?. Repasemos la escena: Pilato sentado en su tribunal, como juez, tiene ante sí a Jesús, de pie, como un reo. Un malhechor despreciable. Y pensemos en lo más profundo del caso: ese hombre que aparece como un gusano despreciable, peligroso, merecedor de tanta burla y desprecio es el Hijo de Dios infinito, todopoderoso y eterno. Ese hombre que está siendo juzgado y condenado a muerte de cruz es Dios mismo. Tras un espantajo humano está Dios.
Jesús experimentando la más tremenda y absoluta soledad. Ni un sólo testigo a su favor. Todos le dan la espalda. Nadie quiere saber nada de él. Muchos le odian. Otros le ignoran en su indiferencia; pero nadie quiere comprometerse. Ese es el paradigma de la actuación humana: en la hora del triunfo, del éxito, todo son amigos. Cuanto más hundido te encuentras, más despreciado eres. Desaparecen los amigos, incluso la misma familia. ¿Quién no se ha visto, alguna vez, en una situación semejante?. Cuando esto ocurra, acuérdate de Jesús. Acuérdate de él. Siempre está. Siempre le tenemos. Nunca nos deja solos. Jesús experimentó todas las situaciones humanas dolorosas para identificarse más profundamente con nuestra condición y decirnos que estaba con nosotros, que podíamos contar con Él. Que nos amaba infinitamente.
¡Cuántas veces nosotros juzgamos y condenamos indebidamente a los demás!. “No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no se seréis condenados......” (Lc 6,37-38). ¡Cuánto daño hacen en la comunidad cristiana las críticas, las murmuraciones, el juzgar a la ligera la conducta de otros!. Sólo Dios conoce el corazón del hombre y Él sólo puede juzgarnos.
Y pensemos también, cuando seamos juzgados injustamente, en lo que pasó y padeció Jesús al ser condenado inicuamente. Él, la bondad infinita, la perfección suma, la verdad absoluta, condenado a muerte por embaucador, falsario, sedicioso, embustero, perturbador.
Aprendamos, viendo a Jesús en tan lastimoso estado, lo que es la perfecta humildad. Cuántas veces por una insignificancia protestamos, nos quejamos, insultamos, perdemos los modales y la paz interior. Enséñanos, Jesús, lo que es la verdadera paciencia y el verdadero amor.

miércoles, 13 de marzo de 2013



HUÉRFANO          

Esa mirada perdida
que sus ojos refleja
viene de otra tierra
fría y lejana
que se llama
tristeza.

Llueve agua y sombras profundas
la mañana interminable
-filo de plata oxidada-
que desata pesadillas
en la cueva de los sueños.

No cantan los pájaros
en su ventana.
El cielo de sus ojos
jamás se llena
de mariposas blancas.

Nunca sale el sol en el horizonte
de su alma.
Siempre viste de luto.
Duerme en negra cama.

La soledad y la tristeza
le llaman a gritos.
La alegría guarda silencio
en su casa.

-Dime cuál es su nombre
-Huérfano, se llama.