miércoles, 27 de marzo de 2013

7ª ESTACIÓN: JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ

Aparte del cansancio, del agotamiento, quizá, los verdugos empujaron a Jesús y éste cayó al suelo tras varios trompicones. Otra vez, Jesús besa el suelo. De nuevo, se confunde con la tierra. Experimenta la impotencia, la incapacidad de mantenerse en pie y seguir adelante con el peso de la cruz. A duras penas puede levantarse a fuerza de empujones y de tirar de él con las cuerdas. La calle es un camino sucio, maloliente, lleno de piedras y de hoyos. Sólo se oyen ofensas y gritos de desprecio entre los que se desliza algún gemido y corren algunas lágrimas. Jesús no ha hecho otra cosa en su vida que acoger, sanar, ayudar a todos. Hacer el bien. Ha vivido pobremente y se ha rodeado de indigentes, enfermos y marginados. Ha curado todas las dolencias que se le han presentado. Ha perdonado a los pecadores. Y ahora cae una y otra vez bajo el peso abrumador de una cruz tosca, pesada, y sólo recibe gritos de desprecio, ingratitud y ofensas de parte de una multitud frenética, enloquecida, desagradecida. Y Jesús calla, sufre en silencio. No insulta, no protesta, no se rebela. No se defiende. Acepta plenamente todo lo que le acontece como voluntad de Dios.
Ante el dolor, el sufrimiento, la enfermedad, la pobreza o cualquier tipo de prueba que Dios quiere o permite para nosotros, ¿cómo respondemos?,¿qué actitud adoptamos? Vivimos unos tiempos en que todos queremos mejorar nuestra calidad de vida presente y futura. Nos preocupa mucho la salud, evitar el sufrimiento. La pobreza, la enfermedad y la soledad son fantasmas que tenemos que conjurar. Nos asustan el dolor físico y las vejaciones y queremos evitarlas a toda costa. Todo esto no es malo y se inscribe en nuestro deseo de ser felices, puesto y querido por Dios. Es irracional amar el sufrimiento por el sufrimiento. Y es bueno y muy humano buscar y desear un estado de bienestar. Pero el sufrimiento y el dolor son inherentes a nuestra naturaleza humana. Se presentan sin llamarlos. Son inevitables. Cuando sopla el huracán y cae el aguacero, es lo que hay. La destrucción, la pérdida de bienes y hasta de la vida. La respuesta no puede ser la rabia, la desesperación, la rebelión. En primer lugar, la aceptación serena, confiada.
No basta aceptar con resignación, sino abrazar con alegría todas las cruces que Dios quiera enviarnos. Sin cruz no hay salvación. No hay amor sin dolor. Abracemos nuestra cruz, aunque nos haga caer muchas veces en el camino. Dios nos dará siempre fuerzas para llegar hasta el final. Pidamos a Jesús que nos haga comprender el misterio de la cruz. Si queremos profundizar en la vida de Jesús y avanzar en nuestra santificación, hemos de unir nuestras pequeñas cruces al sufrimiento redentor de Cristo. El dolor nos purifica y redime. El cristiano tiene la facultad de poder transformar el sufrimiento, incluso la muerte, en algo positivo, asociándolos al sufrimiento y la muerte de Cristo. Entonces, lejos de temerlos y odiarlos, los acogemos con alegría, con amor. Cristo ha sufrido y muerto, pero ha resucitado. En Él ha sido vencida la muerte y glorificado el sufrimiento también para nosotros. Este es el verdadero sentido del dolor.

¿Cuál es nuestra actitud, nuestro comportamiento ante el dolor o la desgracia ajena? ¿Cómo reaccionamos cuando vemos al que está caído, humillado, abatido por la enfermedad, la pobreza, la mala fortuna o cualquier circunstancia adversa? ¿Le ayudamos, le echamos una mano, o pasamos indiferentes ante su situación?
Ante la prosperidad proliferan los amigos; cuando nos visita la desgracia, todos huyen, desaparecen. A veces, hasta llegamos a alegrarnos de la desgracia ajena. O adoptamos una postura de indiferencia, de mirar para otra parte. No queremos comprometernos, implicarnos. Solemos decir: ¡ lo que me faltaba a mí ahora!. Y rehuimos el compromiso. Cada cual que afronte su situación. Danos, Señor, un corazón sensible para sintonizar con el que está caído. Disposición para solidarizarnos con él. Prontitud para reaccionar echando una mano, ayudando a levantarse.


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