8ª
ESTACIÓN: JESÚS CONSUELA A LAS HIJAS DE JERUSALÉN
A lo largo del recorrido hasta
el Calvario, alguien va anunciando el paso del cortejo. Se informa
sobre la ejecución de los tres reos: Jesús de Nazaret, el impostor,
el falso profeta, el agitador del pueblo, el blasfemo, el proscrito
de Dios y de los hombres, acompañado por dos ladrones y, quizá,
asesinos. Le siguen empujando, insultando y profiriendo contra él
todo tipo de vejaciones y falsas acusaciones. Tropieza y cae al suelo
varias veces más. La sangre, el sudor y el lodo empapan el rostro y
los vestidos de Jesús. Pero también hay un grupo de mujeres, en un
recodo de la calle, que se conmueve y llora de pena al ver el estado
tan lamentable en que se encuentra este hombre. Y Jesús no pasa
indiferente ante aquella manifestación de afecto y de ternura. No
piensa en él, pese al sufrimiento y el dolor que le abruman. Piensa
primero en ellas y las consuela, manifestándoles su agradecimiento,
y alentándolas a preocuparse de sí mismas. La primera manifestación
de amor y caridad: la gratitud. Y Jesús también ahora nos vuelve a
dar ejemplo de entrega a los demás, olvidándose de sí mismo.
Nuestro ego y sus
manifestaciones no tienen límites. Queremos ser siempre los
primeros. Llevar siempre la razón. No nos equivocamos nunca; se
equivocan los demás. Nuestra forma de pensar es la correcta. Que nos
alaben, que nos den las gracias, tener el reconocimiento de los demás
nos halaga sobremanera. Si nos pisan, saltamos; si nos golpean,
insultamos; sino no nos consideran, nos rebelamos; si no nos
atienden, protestamos; si nos ofenden, nos vengamos; si nos causan
algún mal, odiamos. Nuestra persona, nuestra reputación, nuestra
fama, nuestro prestigio, ante todo y sobre todos. Siempre nuestro yo.
Un ego inmenso, cada vez más abultado. En las cosas grandes e
importantes y en lo pequeño o insignificante. Nuestro ego lo llena
todo, lo invade todo, lo es todo.
Jesús está hecho una
piltrafa. Le han quitado todo: el honor, la honra, la fama. Le han
condenado sin culpa alguna; es inocente de todos los cargos de que se
le acusan. Y no se ha defendido. Le han golpeado, pegado, escupido,
flagelado, insultado y no se ha quejado. Y cuando un grupo de mujeres
se compadece y tiene lástima de él, se olvida de sí mismo, se
quita importancia, se muestra agradecido y les dice que no se
preocupen por él sino por ellas y por sus hijos. Les advierte de que
si con él – sin tener culpa alguna- han hecho lo que están
viendo, con ellas pueden hacer cosas peores.
¡Qué poca importancia damos
al consuelo! Y, a veces, no se puede hacer otra cosa. Es necesario,
imprescindible. Y suficiente. Ante una situación trágica, horrible,
espantosa, las palabras son un estorbo, muchas veces. Suenan a hueco,
a vacías. No alcanzan a expresar la magnitud de lo sucedido ni sus
consecuencias. Ni siquiera manifiestan lo que en verdad sentimos.
Necesitamos llenarlas de mucha ternura para
que puedan decir algo. No hay
que explicar nada, justificar nada, razonar nada. Basta con el
consuelo. Nuestra cercanía, nuestra presencia, incluso, nuestro
silencio. Son suficientes.
Consolar al que sufre, al
abatido, al que llora. Consolar al que está solo. Consolar al
enfermo, al anciano, al pobre, al desfavorecido. Un grupo de mujeres
lloran la desgracia de Jesús y él les ofrece su gratitud en forma
de consuelo.
9ª
ESTACIÓN: JESÚS CAE POR TERCERA VEZ
Jesús extenuado, en el límite
de sus fuerzas físicas, cae de nuevo al suelo y da con su rostro
sobre la tierra. Triste, pálido, ensangrentado, abandonado de Dios y
de los hombres levanta su mirada implorando ayuda, un poco de
compasión; pero sólo se encuentra con el insulto, con el desprecio,
con la indiferencia del populacho. Quien es el Hijo de Dios infinito,
todopoderoso y eterno está caído y ni siquiera puede levantarse Él
solo. El Rey y Señor del universo, por Quien han sido creadas todas
las cosas, caído, impotente, falto de la más elemental fuerza para
seguir adelante. Enfrenta estas dos realidades: quién es Jesús y
cómo se encuentra en este momento. Jesús, desde el suelo, nos mira
también a nosotros. Espera nuestra compasión, nuestro apoyo y
nuestra ayuda ¿Le vamos a dejar solo?, ¿le vamos a abandonar y
marcharnos? Tal vez lo hayamos hecho otras veces. Pero ahora no puede
ser igual. ¿Acaso ya no nos queda un ápice de sensibilidad? ¿No se
arrasan en llanto nuestros ojos?
Jesús cae y se levanta una y
otra vez. No se desanima. Tiene que terminar su obra. Ha de cumplir
la voluntad de su Padre, hasta su último aliento. Es su obligación
y la nuestra. Todos tenemos un destino, una misión que cumplir. Su
vida tiene que ser siempre ejemplar y modélica. En todo momento, en
cualquier circunstancia.
¡Cuántas veces nos cansamos
y desanimamos! Y bajo cualquier pretexto desistimos en nuestro
esfuerzo. Ponemos excusas y buscamos razones para justificar nuestra
desgana o falta de voluntad en el intento de seguir adelante.
Abandonamos ante la menor dificultad y damos marcha atrás. Siempre
el cansancio, el tedio, la debilidad humana como explicación final
de nuestra conducta Y tras el cansancio, la sensación de derrota, la
frustración del fracaso. Pues, no avanzar es retroceder. Pero
fracasar no es caer, ni siquiera el no levantarse, sino el no
intentarlo. Nadie fracasa si se esfuerza e intenta seguir adelante,
aunque no lo consiga. La intención, el verdadero deseo - acompañados
del esfuerzo y el empleo de los medios - es lo que importa, y el amor
que ponemos en nuestra actitud.
Ser buenos en la prosperidad
parece que es más fácil que serlo en la desgracia, cuando estamos
caídos. Cuando nos arrastramos por el polvo y besamos la tierra,
manchados de lodo y de sangre, nos falta la decisión para levantar
la mirada al cielo y suplicar a Dios compasión y misericordia. La
soberbia nos impide aceptarnos como somos y no soportamos vernos ni
que nos vean débiles y pecadores. Incluso ante Dios queremos
disimular nuestras miserias y aparentar que somos buenos. Jesús cayó
tres o muchas veces más bajo el peso de una cruz que le aplastaba y
que le impedía seguir adelante. Ni una palabra de protesta, de
queja. Ni un sentimiento de vana hipocresía. A todos nos agrada que
nos vean fuertes, agraciados, simpáticos, inteligentes, buenos. Y
nos gusta ocultar o disimular nuestras caídas, derrotas,
limitaciones, fracasos. Miremos a Jesús caído en tierra, agarrando
el
suelo con las manos para coger
fuerzas y poder levantarse de nuevo. La derrota hecha carne. La
impotencia personificada.
Cuenta con nosotros, dulce y
buen Jesús. No nos apartaremos jamás de tu lado. De pie o caído en
tierra. Te ayudaremos a levantarte y a llevar tu cruz que es la
nuestra, la de nuestros pecados e infidelidades. Y cuando nos toque
caer a nosotros, intentaremos levantarnos siempre, aunque no podamos,
porque sabemos, que Tú nunca nos dejarás solos, abandonados a
nuestras débiles fuerzas. Digamos desde lo más profundo de nuestro
corazón: Jesús, en ti confiamos.
10ª
ESTACIÓN: JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS
Jesús llega a la cima del
Calvario, acompañado de los dos ladrones que van a ser crucificados
con él. Hay muchos verdugos alrededor de los reos y un populacho
expectante, ávido de espectáculos sangrientos. Soldados, fariseos y
personalidades religiosas por todas partes, especialmente en torno a
Jesús. María, la Madre de Jesús, su hermana, Mª Magdalena y otras
piadosas mujeres contemplan la escena atónitas, transidas de dolor.
Los verdugos arrancan a Jesús todas sus vestiduras externas y su
ropa más íntima. La sangre brota de sus heridas al desprenderse la
ropa de su cuerpo. Expuesto a la humillación y vergüenza de todos,
le arrancaron la corona de espinas y se la pusieron otra vez. Nuevos
dolores y otra tortura. Al dolor físico, a la soledad y abandono de
sus seguidores se suman la humillación y el desprecio más vil.
Durante un espacio de tiempo, Jesús posa totalmente desnudo a la
vista de sus verdugos y el populacho. ¡Qué espectáculo más
vergonzoso y sacrílego! La infinita santidad y pureza de Jesús al
límite del deshonor y de la vejación más repugnante.
Jesús va a morir desnudo, sin
nada. Libre de toda atadura interior y externa. Sin más posesión ni
aval que el estricto cumplimiento de la voluntad de Dios. Libre de
toda atadura terrena, no le queda más riqueza que su amor al Padre y
a todos los hombres por cuya salvación va a morir.
Cuánto nos duele a todos que
nos quiten lo nuestro. Sobre todo, si se trata de algo valioso
material o sentimentalmente. Cuánto nos gusta almacenar,
coleccionar, rodearnos de cosas. Todo nos parece poco. Nunca nos
encontramos satisfechos, hartos. La ambición no tiene límites.
Dinero, bienes, objetos, influencia, poder, placeres. ¡Qué necios y
estúpidos somos! Este cuerpo que tanto mimamos y regalamos, qué
pronto desaparecerá descompuesto en la tierra. Dios ha creado un
mundo con una inmensa riqueza para mantenimiento de todas sus
criaturas; pero unos pocos se apropian de la mayor parte de los
bienes. ¿Es realmente nuestro todo lo que poseemos como tal? ¿Es
justo que a unos pocos les sobre de todo, mientras a una inmensa
mayoría les falte de todo? ¿Es lícito nadar en la abundancia al
lado de quienes mueren de hambre? ¿De qué lado estamos nosotros?
¿Hacemos un correcto uso y empleo de los bienes, cualidades,
aptitudes y formación que hemos recibido? Dios reparte sus dones,
carismas e inteligencia para que los empleemos en servicio y ayuda a
los demás. Nada es para nosotros solos. Todo es para todos y en
servicio de todos. Formamos parte de una familia, de una comunidad,
de un pueblo, de una nación, de toda la humanidad. ¿Somos
conscientes de ello y nos sentimos responsables e implicados en todo
cuanto ocurre en los diversos ámbitos sociales?
Es fácil desprendernos de lo
que nos sobra, de lo superfluo, de lo innecesario; más difícil
resulta privarnos de lo que más queremos, estimamos y necesitamos.
Nadie quiere problemas. Huimos de las situaciones comprometidas y
buscamos, a toda costa, nuestra seguridad futura. ¿Qué margen
dejamos a la Providencia? Queremos tenerlo todo atado y bien atado, y
nos creemos autosuficientes, dueños y señores del universo. Qué
bien nos haría desprendernos de nuestro ego, confiar menos en
nuestros medios y ponernos en las manos de Dios.
Jesús se enfrena, desnudo,
impotente, desprovisto de toda ayuda a una muerte segura, inmediata,
injusta, no deseada humanamente. La privación del mayor derecho, el
derecho a la vida. ¿Dónde está su seguridad? ¿Quién le apoya o
sale en su ayuda? Está solo. Infinitamente solo. Se da cuenta de su
situación y lo acepta plenamente. Es lo que hay. No se rebela ante
tan tremendo e incomprensible destino. Su conformidad interior es
total; aunque su humanidad deshecha, triturada se vea reducida a la
nada de la muerte.
Jesús mío, enséñanos a
desprendernos de tantas cosas materiales e, incluso, espirituales que
nos estorban para llegar a Dios. Sobre todo, de nuestro egoísmo, de
nuestro amor propio. De seguir nuestros caprichos y apetencias. De
nuestros amores desordenados. De todos nuestros apegos. Sólo
entonces podremos encontrarnos con Dios, ver a Dios.
11ª
ESTACIÓN: JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ
Intentemos imaginarnos la
escena: Jesús, desnudo, tumbado boca arriba sobre una cruz tosca,
espantosa. Unos pocos hombres se disputan la presa. Uno le ha atado
un brazo a la cruz para evitar su encogimiento, y para que su mano
caiga en el agujero, previamente practicado en la madera. Otro le
echa la rodilla sobre el pecho. Un tercero le abre la mano y, quizá,
un cuarto es el encargado de perforar y fijar su mano con un grueso
clavo de hierro viejo y oxidado. Jesús exhaló un amargo gemido y su
cuerpo se retorcía replegándose hacia arriba. La sangre brotó con
fuerza, salpicando los brazos y la cara de los verdugos, y cayendo en
la tierra. Idéntica operación con la otra mano. Jesús gime y
jadea. Mueve la cabeza de un lado para otro, esperando algún
consuelo con su mirada. Sólo recibe golpes e insultos.
Ahora toca clavar sus pies.
Sus manos están clavadas y sus brazos atados con cuerdas. Hacen lo
mismo con su cuerpo por encima del pecho, y con sus piernas por
encima de las rodillas. Hay quien dice que ataron sus pies con
cuerdas y tiraron fuertemente hasta que, dislocando sus miembros,
coincidieron con el agujero practicado en la cruz. Los martillazos se
repiten incesantemente. Y la sangre forma un pequeño charco en la
tierra. El dolor es intensísimo por la sensibilidad de la zona
debida a la abundancia de terminaciones nerviosas. Jesús gime y su
mirada alcanza un cielo que se mueve y se borra ante sus ojos. Por un
momento está a punto de perder el conocimiento por la intensidad del
dolor. Son aproximadamente las doce del mediodía y en el templo se
sacrifican los corderos para la fiesta de la Pascua.
Los verdugos levantan la cruz
sujetándola con dos cuerdas y la dejan de golpe sobre el agujero
abierto en el suelo. Se abrieron más las heridas de los clavos y se
conmocionó todo el cuerpo de Jesús. Su rostro desfigurado,
hinchados los pómulos, los párpados ensangrentados, y revueltos los
cabellos de cabeza y barba. Su cuerpo cuajado de heridas,
descoyuntados los huesos. Su piel lívida por la pérdida de sangre y
que aún corre desde sus manos y pies hasta el suelo. María y las
piadosas mujeres siguieron todo el proceso de la crucifixión
anegadas en su espantoso dolor. Jesús, suspendido entre el cielo y
la tierra, atado de pies y manos, impotente, a merced de sus enemigos
ha iniciado el tramo final de su misión redentora.
Produce escalofrío ver a este
hombre. Ante cualquiera en esta situación, una persona sensible se
conmueve y puede llegar hasta el llanto. ¿Qué tendríamos que
sentir si supiéramos y pensáramos en realidad quién es este
hombre? Pues este hombre, Jesús de Nazaret, es el Mesías, el Ungido
de Dios. El Hijo de Dios condenado a muerte como un vil malhechor y
un despreciable ajusticiado. !Y a qué muerte se somete Cristo! A una
muerte violenta, cruel, espantosa. Ya está en ella. Con la
crucifixión se inicia la agonía que va a durar tres horas
aproximadamente. Y su Padre no le concede un alivio, va exigirle que
apure el cáliz hasta el fondo. Sanguinaria muerte, ¡cómo te
cebaste en el cuerpo del Redentor! Sólo desde una
experiencia profunda, mística,
concedida por pura gracia de Dios podemos aproximarnos a tan tremendo
misterio.
Alcánzanos, Señor, el don de
comprender un poco el amor que puede mover a todo un Dios a someterse
a tal prueba de dolor y humillación para salvarnos a los hombres. El
precio que costó nuestra redención y liberación. Y que jamás
volvamos a ofenderte y te sigamos con todas nuestras fuerzas hasta el
final.
¡Cuántas veces hemos pedido
a Dios que nos libre de una muerte violenta y nos conceda una buena
muerte! Oh Cristo de la Buena Muerte, ruega por nosotros.
12ª
ESTACIÓN: JESÚS MUERE EN LA CRUZ
Fueron tres horas horribles. Y
una agonía espantosa. Jesús es un hombre sano, fuerte, con un
corazón de hierro. Pero sube al madero machacado por la flagelación,
la corona de espinas, el peso de la cruz y las caídas. Deshidratado
por la pérdida de sangre. Exhausto y, quizá, en un estado febril.
¿Por qué tanto tiempo en la
cruz? ¿Eran necesarios tantos sufrimientos? El paisaje es desolador:
basuras, huesos de ajusticiados, moscas y otros insectos; Jesús no
puede ni moverse sin sentir un profundo dolor en las manos y los
pies. Se encuentra entre dos ladrones. Uno le insulta y le increpa;
el otro le implora misericordia. Al Ungido de Dios ni siquiera se le
concede una muerte tranquila, en paz. Oleadas de risas, burlas,
desprecio y soledad llegan hasta la cruz.
Y sus primeras palabras fueron
de perdón y misericordia: “Padre, perdónales, pues no saben lo
que hacen” (Lc.23, 34). Luego, el buen ladrón le arrancó el
paraíso. “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”.
Jesús le contestó al instante: “En verdad te digo, hoy estarás
conmigo en el paraíso” (Lc.23, 42-43). Después se dirigió a su
madre: “Mujer, éste es tu hijo” y dijo a Juan: “Esta es tu
madre” (Jn.19, 26-27).
El ambiente está enrarecido;
el sol, casi apagado; una luz cárdena envuelve el Calvario. Jesús
sufre dolores físicos terribles, soledad y abandono. Gime y reza a
su Padre recitando salmos. Su cuerpo se vuelve lívido; la lengua,
reseca, pegada al paladar. “Tengo sed” (Jn.19, 28). Un escalofrío
recorre su cuerpo, y el sudor presagia una muerte próxima. María no
se aparta de su hijo. También están Juan y las piadosas mujeres.
“Todo está consumado” (Jn 19,30)” musitó Jesús, mientras le
va fallando la respiración y su pecho se alza en un jadeo cada vez
más entrecortado. Se le encharcan los pulmones. Ya no puede más. Es
el último instante de su vida terrena. Cerca de las tres de la tarde
dio un fuerte grito:” Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?” (Mt27, 46; Mc15, 34).Sus últimas palabras fueron un
sometimiento total a la voluntad de Dios. “Padre mío, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lc.23, 46). Inclinando la
cabeza, expiró. Terminó su obra. Nada le queda por hacer, pasando
por el trago de la muerte, aunque, después vendrá la Resurrección.
El cuerpo de Jesús es un cadáver: la nariz afilada, la cara lívida,
los párpados hinchados, la lengua ensangrentada y rígidos todos sus
miembros. Su cuerpo lleno de heridas y moratones se dejó caer como
todo cuerpo muerto. La tierra se convulsionó y se abrieron grietas
en las rocas. El sol se oscureció. El velo del templo se rasgó y
algunos muertos volvieron a la vida. El Calvario se quedó en el más
absoluto silencio. Sólo están Jesús, María, Juan y algunas
piadosas mujeres.
¿Y nosotros? ¿Dónde nos
encontramos? ¿Cuál es nuestra actitud en estos momentos?¿Nos
encontramos junto a Jesús o en compañía de los que huyen,
miedosos, despavoridos, Calvario abajo, esperando que todo escampe y
vuelva la
normalidad?¿Repetiremos con
el centurión: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (c.15,39)
o, pasados unos instantes, volveremos al olvidarnos de todo, como si
nada hubiera pasado, y continuaremos como antes, con nuestra vida
tibia, sin sentido ni compromiso alguno? ¿Qué pensamos hacer? ¿Qué
camino vamos a tomar? No podemos volver a casa sin haber tomado una
firme resolución de cambio total y de conversión sincera. Sólo la
sangre de Cristo nos limpia y purifica. Nos redime de toda culpa y
nos hace libres. Ahora es el momento de decirle: borra mis delitos,
lava del todo mi pecado. Que tu sangre no caiga al suelo
inútilmente. Que caiga sobre nosotros y nos salve.
13ª
ESTACIÓN: JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ Y PUESTO EN BRAZOS DE SU
MADRE.
José de Arimatea y Nicodemo
obtuvieron de Pilato la autorización para enterrar el cuerpo de
Jesús. Llegaron al Calvario provistos de todo material para
embalsamarlo: yerbas, perfumes, ungüentos...Su Madre y Magdalena
esperan al pie de la Cruz. La gente se ha marchado y sólo quedan los
soldados merodeando hasta recibir la orden de abandonar el lugar. La
tarde está oscurecida y se respira un aire de misterio en la ciudad:
la sensación de que ha ocurrido algo extraño, sobrecogedor.
Nicodemo y José apoyaron las
escaleras por detrás de la Cruz y con una sábana, provista de unas
correas, ataron el cuerpo de Jesús y lo bajaron tras arrancarle los
clavos. Cubrieron parte de su cuerpo y lo pusieron en brazos de su
Madre. Mientras los hombres hacían los preparativos para embalsamar
a Jesús, María, ayudada por las piadosas mujeres, limpiaba con una
esponja mojada en agua y perfumaba su cuerpo con ungüentos y
perfumes. Con qué amor la Santísima Virgen contemplaba y besaba a
su Hijo. Le retiró la corona de espinas. Limpió y peinó sus
cabellos. Y lo mismo hizo con su barba, y ,una por una, lavó todas
las heridas y manchas de su cuerpo y de su rostro. Después, los
hombres cogerían el cuerpo de Jesús y lo llevarían aparte para
embalsamarlo. Volvieron a lavarlo más minuciosamente y lo cubrieron
con mirra, ungüentos y yerbas aromáticas. Cubrieron con un sudario
su rostro y lo envolvieron en una gran sábana blanca.
Con qué ternura y piedad la
Santísima Virgen besaría a su Hijo y limpiaría todas sus heridas.
Qué recuerdos pasados cruzarían por su cabeza. Qué veloz había
pasado su vida. Qué cercanas en el tiempo estaban la cueva de Belén
y el monte Calvario. Las escenas de la vida familiar de Nazaret. La
vida pública de Jesús: sus curaciones milagrosas, sus palabras, el
cariño que había puesto en la elección de sus Apóstoles que,
ahora, le traicionan y le abandonan. La fidelidad de Juan y el amor
apasionado y sincero de María Magdalena. La compañía incondicional
de un grupo de mujeres piadosas. Pero su Hijo estaba muerto en sus
brazos. La muerte había hecho mella en su cuerpo y María tiene que
separarse de Él. También el Hijo de Dios tiene que pagar tributo a
la muerte y al sepulcro.
Después resucitará; pero ya
no lo tendrá a su lado como siempre. Su vida ha cambiado por
completo. Qué gran soledad. Pero Ella, la sierva de Yahvé, la
esclava del Señor, está dispuesta siempre, minuto a minuto, a
cumplir la voluntad de Dios. Lo suyo es el abandono en las manos de
Dios, aunque no comprenda la situación ni encuentre sentido a lo
ocurrido. Vive pendiente de Él, entregada a Él, inmersa en Él.
Ahora, sin Jesús, ella debe de tomar el encargo de velar por su
obra. Con su presencia, con su oración alentará a los Apóstoles
tras la venida del Espíritu Santo en la difusión del Evangelio y
afianciamiento de la Iglesia naciente.
Ojalá imitemos a María en su
entrega incondicional a Dios. Pidámosle a Ella, que es la Madre de
la divina gracia, que nos alcance de Dios este sublime don. Seguro
que nos lo concederá, si se lo pedimos con fe y confianza. ¿Qué
podemos hacer nosotros por Ella? Acompañarle en su soledad y dolor.
Decidle desde lo más profundo de nuestro corazón: Madre mía, aquí
me tienes, cuenta conmigo. Jamás te dejaré sola. No me apartaré
nunca más de ti. Quiero repararte y desagraviarte por todos los
pecados que se cometen en el mundo entero y por los míos propios.
Quiero ser siempre tu hijo, mi buena Madre.
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