miércoles, 27 de marzo de 2013

8ª ESTACIÓN: JESÚS CONSUELA A LAS HIJAS DE JERUSALÉN

A lo largo del recorrido hasta el Calvario, alguien va anunciando el paso del cortejo. Se informa sobre la ejecución de los tres reos: Jesús de Nazaret, el impostor, el falso profeta, el agitador del pueblo, el blasfemo, el proscrito de Dios y de los hombres, acompañado por dos ladrones y, quizá, asesinos. Le siguen empujando, insultando y profiriendo contra él todo tipo de vejaciones y falsas acusaciones. Tropieza y cae al suelo varias veces más. La sangre, el sudor y el lodo empapan el rostro y los vestidos de Jesús. Pero también hay un grupo de mujeres, en un recodo de la calle, que se conmueve y llora de pena al ver el estado tan lamentable en que se encuentra este hombre. Y Jesús no pasa indiferente ante aquella manifestación de afecto y de ternura. No piensa en él, pese al sufrimiento y el dolor que le abruman. Piensa primero en ellas y las consuela, manifestándoles su agradecimiento, y alentándolas a preocuparse de sí mismas. La primera manifestación de amor y caridad: la gratitud. Y Jesús también ahora nos vuelve a dar ejemplo de entrega a los demás, olvidándose de sí mismo.
Nuestro ego y sus manifestaciones no tienen límites. Queremos ser siempre los primeros. Llevar siempre la razón. No nos equivocamos nunca; se equivocan los demás. Nuestra forma de pensar es la correcta. Que nos alaben, que nos den las gracias, tener el reconocimiento de los demás nos halaga sobremanera. Si nos pisan, saltamos; si nos golpean, insultamos; sino no nos consideran, nos rebelamos; si no nos atienden, protestamos; si nos ofenden, nos vengamos; si nos causan algún mal, odiamos. Nuestra persona, nuestra reputación, nuestra fama, nuestro prestigio, ante todo y sobre todos. Siempre nuestro yo. Un ego inmenso, cada vez más abultado. En las cosas grandes e importantes y en lo pequeño o insignificante. Nuestro ego lo llena todo, lo invade todo, lo es todo.
Jesús está hecho una piltrafa. Le han quitado todo: el honor, la honra, la fama. Le han condenado sin culpa alguna; es inocente de todos los cargos de que se le acusan. Y no se ha defendido. Le han golpeado, pegado, escupido, flagelado, insultado y no se ha quejado. Y cuando un grupo de mujeres se compadece y tiene lástima de él, se olvida de sí mismo, se quita importancia, se muestra agradecido y les dice que no se preocupen por él sino por ellas y por sus hijos. Les advierte de que si con él – sin tener culpa alguna- han hecho lo que están viendo, con ellas pueden hacer cosas peores.
¡Qué poca importancia damos al consuelo! Y, a veces, no se puede hacer otra cosa. Es necesario, imprescindible. Y suficiente. Ante una situación trágica, horrible, espantosa, las palabras son un estorbo, muchas veces. Suenan a hueco, a vacías. No alcanzan a expresar la magnitud de lo sucedido ni sus consecuencias. Ni siquiera manifiestan lo que en verdad sentimos. Necesitamos llenarlas de mucha ternura para

que puedan decir algo. No hay que explicar nada, justificar nada, razonar nada. Basta con el consuelo. Nuestra cercanía, nuestra presencia, incluso, nuestro silencio. Son suficientes.
Consolar al que sufre, al abatido, al que llora. Consolar al que está solo. Consolar al enfermo, al anciano, al pobre, al desfavorecido. Un grupo de mujeres lloran la desgracia de Jesús y él les ofrece su gratitud en forma de consuelo.


9ª ESTACIÓN: JESÚS CAE POR TERCERA VEZ

Jesús extenuado, en el límite de sus fuerzas físicas, cae de nuevo al suelo y da con su rostro sobre la tierra. Triste, pálido, ensangrentado, abandonado de Dios y de los hombres levanta su mirada implorando ayuda, un poco de compasión; pero sólo se encuentra con el insulto, con el desprecio, con la indiferencia del populacho. Quien es el Hijo de Dios infinito, todopoderoso y eterno está caído y ni siquiera puede levantarse Él solo. El Rey y Señor del universo, por Quien han sido creadas todas las cosas, caído, impotente, falto de la más elemental fuerza para seguir adelante. Enfrenta estas dos realidades: quién es Jesús y cómo se encuentra en este momento. Jesús, desde el suelo, nos mira también a nosotros. Espera nuestra compasión, nuestro apoyo y nuestra ayuda ¿Le vamos a dejar solo?, ¿le vamos a abandonar y marcharnos? Tal vez lo hayamos hecho otras veces. Pero ahora no puede ser igual. ¿Acaso ya no nos queda un ápice de sensibilidad? ¿No se arrasan en llanto nuestros ojos?
Jesús cae y se levanta una y otra vez. No se desanima. Tiene que terminar su obra. Ha de cumplir la voluntad de su Padre, hasta su último aliento. Es su obligación y la nuestra. Todos tenemos un destino, una misión que cumplir. Su vida tiene que ser siempre ejemplar y modélica. En todo momento, en cualquier circunstancia.
¡Cuántas veces nos cansamos y desanimamos! Y bajo cualquier pretexto desistimos en nuestro esfuerzo. Ponemos excusas y buscamos razones para justificar nuestra desgana o falta de voluntad en el intento de seguir adelante. Abandonamos ante la menor dificultad y damos marcha atrás. Siempre el cansancio, el tedio, la debilidad humana como explicación final de nuestra conducta Y tras el cansancio, la sensación de derrota, la frustración del fracaso. Pues, no avanzar es retroceder. Pero fracasar no es caer, ni siquiera el no levantarse, sino el no intentarlo. Nadie fracasa si se esfuerza e intenta seguir adelante, aunque no lo consiga. La intención, el verdadero deseo - acompañados del esfuerzo y el empleo de los medios - es lo que importa, y el amor que ponemos en nuestra actitud.
Ser buenos en la prosperidad parece que es más fácil que serlo en la desgracia, cuando estamos caídos. Cuando nos arrastramos por el polvo y besamos la tierra, manchados de lodo y de sangre, nos falta la decisión para levantar la mirada al cielo y suplicar a Dios compasión y misericordia. La soberbia nos impide aceptarnos como somos y no soportamos vernos ni que nos vean débiles y pecadores. Incluso ante Dios queremos disimular nuestras miserias y aparentar que somos buenos. Jesús cayó tres o muchas veces más bajo el peso de una cruz que le aplastaba y que le impedía seguir adelante. Ni una palabra de protesta, de queja. Ni un sentimiento de vana hipocresía. A todos nos agrada que nos vean fuertes, agraciados, simpáticos, inteligentes, buenos. Y nos gusta ocultar o disimular nuestras caídas, derrotas, limitaciones, fracasos. Miremos a Jesús caído en tierra, agarrando el

suelo con las manos para coger fuerzas y poder levantarse de nuevo. La derrota hecha carne. La impotencia personificada.
Cuenta con nosotros, dulce y buen Jesús. No nos apartaremos jamás de tu lado. De pie o caído en tierra. Te ayudaremos a levantarte y a llevar tu cruz que es la nuestra, la de nuestros pecados e infidelidades. Y cuando nos toque caer a nosotros, intentaremos levantarnos siempre, aunque no podamos, porque sabemos, que Tú nunca nos dejarás solos, abandonados a nuestras débiles fuerzas. Digamos desde lo más profundo de nuestro corazón: Jesús, en ti confiamos.



10ª ESTACIÓN: JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS

Jesús llega a la cima del Calvario, acompañado de los dos ladrones que van a ser crucificados con él. Hay muchos verdugos alrededor de los reos y un populacho expectante, ávido de espectáculos sangrientos. Soldados, fariseos y personalidades religiosas por todas partes, especialmente en torno a Jesús. María, la Madre de Jesús, su hermana, Mª Magdalena y otras piadosas mujeres contemplan la escena atónitas, transidas de dolor. Los verdugos arrancan a Jesús todas sus vestiduras externas y su ropa más íntima. La sangre brota de sus heridas al desprenderse la ropa de su cuerpo. Expuesto a la humillación y vergüenza de todos, le arrancaron la corona de espinas y se la pusieron otra vez. Nuevos dolores y otra tortura. Al dolor físico, a la soledad y abandono de sus seguidores se suman la humillación y el desprecio más vil. Durante un espacio de tiempo, Jesús posa totalmente desnudo a la vista de sus verdugos y el populacho. ¡Qué espectáculo más vergonzoso y sacrílego! La infinita santidad y pureza de Jesús al límite del deshonor y de la vejación más repugnante.
Jesús va a morir desnudo, sin nada. Libre de toda atadura interior y externa. Sin más posesión ni aval que el estricto cumplimiento de la voluntad de Dios. Libre de toda atadura terrena, no le queda más riqueza que su amor al Padre y a todos los hombres por cuya salvación va a morir.
Cuánto nos duele a todos que nos quiten lo nuestro. Sobre todo, si se trata de algo valioso material o sentimentalmente. Cuánto nos gusta almacenar, coleccionar, rodearnos de cosas. Todo nos parece poco. Nunca nos encontramos satisfechos, hartos. La ambición no tiene límites. Dinero, bienes, objetos, influencia, poder, placeres. ¡Qué necios y estúpidos somos! Este cuerpo que tanto mimamos y regalamos, qué pronto desaparecerá descompuesto en la tierra. Dios ha creado un mundo con una inmensa riqueza para mantenimiento de todas sus criaturas; pero unos pocos se apropian de la mayor parte de los bienes. ¿Es realmente nuestro todo lo que poseemos como tal? ¿Es justo que a unos pocos les sobre de todo, mientras a una inmensa mayoría les falte de todo? ¿Es lícito nadar en la abundancia al lado de quienes mueren de hambre? ¿De qué lado estamos nosotros? ¿Hacemos un correcto uso y empleo de los bienes, cualidades, aptitudes y formación que hemos recibido? Dios reparte sus dones, carismas e inteligencia para que los empleemos en servicio y ayuda a los demás. Nada es para nosotros solos. Todo es para todos y en servicio de todos. Formamos parte de una familia, de una comunidad, de un pueblo, de una nación, de toda la humanidad. ¿Somos conscientes de ello y nos sentimos responsables e implicados en todo cuanto ocurre en los diversos ámbitos sociales?


Es fácil desprendernos de lo que nos sobra, de lo superfluo, de lo innecesario; más difícil resulta privarnos de lo que más queremos, estimamos y necesitamos. Nadie quiere problemas. Huimos de las situaciones comprometidas y buscamos, a toda costa, nuestra seguridad futura. ¿Qué margen dejamos a la Providencia? Queremos tenerlo todo atado y bien atado, y nos creemos autosuficientes, dueños y señores del universo. Qué bien nos haría desprendernos de nuestro ego, confiar menos en nuestros medios y ponernos en las manos de Dios.
Jesús se enfrena, desnudo, impotente, desprovisto de toda ayuda a una muerte segura, inmediata, injusta, no deseada humanamente. La privación del mayor derecho, el derecho a la vida. ¿Dónde está su seguridad? ¿Quién le apoya o sale en su ayuda? Está solo. Infinitamente solo. Se da cuenta de su situación y lo acepta plenamente. Es lo que hay. No se rebela ante tan tremendo e incomprensible destino. Su conformidad interior es total; aunque su humanidad deshecha, triturada se vea reducida a la nada de la muerte.
Jesús mío, enséñanos a desprendernos de tantas cosas materiales e, incluso, espirituales que nos estorban para llegar a Dios. Sobre todo, de nuestro egoísmo, de nuestro amor propio. De seguir nuestros caprichos y apetencias. De nuestros amores desordenados. De todos nuestros apegos. Sólo entonces podremos encontrarnos con Dios, ver a Dios.


11ª ESTACIÓN: JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ

Intentemos imaginarnos la escena: Jesús, desnudo, tumbado boca arriba sobre una cruz tosca, espantosa. Unos pocos hombres se disputan la presa. Uno le ha atado un brazo a la cruz para evitar su encogimiento, y para que su mano caiga en el agujero, previamente practicado en la madera. Otro le echa la rodilla sobre el pecho. Un tercero le abre la mano y, quizá, un cuarto es el encargado de perforar y fijar su mano con un grueso clavo de hierro viejo y oxidado. Jesús exhaló un amargo gemido y su cuerpo se retorcía replegándose hacia arriba. La sangre brotó con fuerza, salpicando los brazos y la cara de los verdugos, y cayendo en la tierra. Idéntica operación con la otra mano. Jesús gime y jadea. Mueve la cabeza de un lado para otro, esperando algún consuelo con su mirada. Sólo recibe golpes e insultos.
Ahora toca clavar sus pies. Sus manos están clavadas y sus brazos atados con cuerdas. Hacen lo mismo con su cuerpo por encima del pecho, y con sus piernas por encima de las rodillas. Hay quien dice que ataron sus pies con cuerdas y tiraron fuertemente hasta que, dislocando sus miembros, coincidieron con el agujero practicado en la cruz. Los martillazos se repiten incesantemente. Y la sangre forma un pequeño charco en la tierra. El dolor es intensísimo por la sensibilidad de la zona debida a la abundancia de terminaciones nerviosas. Jesús gime y su mirada alcanza un cielo que se mueve y se borra ante sus ojos. Por un momento está a punto de perder el conocimiento por la intensidad del dolor. Son aproximadamente las doce del mediodía y en el templo se sacrifican los corderos para la fiesta de la Pascua.
Los verdugos levantan la cruz sujetándola con dos cuerdas y la dejan de golpe sobre el agujero abierto en el suelo. Se abrieron más las heridas de los clavos y se conmocionó todo el cuerpo de Jesús. Su rostro desfigurado, hinchados los pómulos, los párpados ensangrentados, y revueltos los cabellos de cabeza y barba. Su cuerpo cuajado de heridas, descoyuntados los huesos. Su piel lívida por la pérdida de sangre y que aún corre desde sus manos y pies hasta el suelo. María y las piadosas mujeres siguieron todo el proceso de la crucifixión anegadas en su espantoso dolor. Jesús, suspendido entre el cielo y la tierra, atado de pies y manos, impotente, a merced de sus enemigos ha iniciado el tramo final de su misión redentora.
Produce escalofrío ver a este hombre. Ante cualquiera en esta situación, una persona sensible se conmueve y puede llegar hasta el llanto. ¿Qué tendríamos que sentir si supiéramos y pensáramos en realidad quién es este hombre? Pues este hombre, Jesús de Nazaret, es el Mesías, el Ungido de Dios. El Hijo de Dios condenado a muerte como un vil malhechor y un despreciable ajusticiado. !Y a qué muerte se somete Cristo! A una muerte violenta, cruel, espantosa. Ya está en ella. Con la crucifixión se inicia la agonía que va a durar tres horas aproximadamente. Y su Padre no le concede un alivio, va exigirle que apure el cáliz hasta el fondo. Sanguinaria muerte, ¡cómo te cebaste en el cuerpo del Redentor! Sólo desde una

experiencia profunda, mística, concedida por pura gracia de Dios podemos aproximarnos a tan tremendo misterio.
Alcánzanos, Señor, el don de comprender un poco el amor que puede mover a todo un Dios a someterse a tal prueba de dolor y humillación para salvarnos a los hombres. El precio que costó nuestra redención y liberación. Y que jamás volvamos a ofenderte y te sigamos con todas nuestras fuerzas hasta el final.
¡Cuántas veces hemos pedido a Dios que nos libre de una muerte violenta y nos conceda una buena muerte! Oh Cristo de la Buena Muerte, ruega por nosotros.



12ª ESTACIÓN: JESÚS MUERE EN LA CRUZ

Fueron tres horas horribles. Y una agonía espantosa. Jesús es un hombre sano, fuerte, con un corazón de hierro. Pero sube al madero machacado por la flagelación, la corona de espinas, el peso de la cruz y las caídas. Deshidratado por la pérdida de sangre. Exhausto y, quizá, en un estado febril.
¿Por qué tanto tiempo en la cruz? ¿Eran necesarios tantos sufrimientos? El paisaje es desolador: basuras, huesos de ajusticiados, moscas y otros insectos; Jesús no puede ni moverse sin sentir un profundo dolor en las manos y los pies. Se encuentra entre dos ladrones. Uno le insulta y le increpa; el otro le implora misericordia. Al Ungido de Dios ni siquiera se le concede una muerte tranquila, en paz. Oleadas de risas, burlas, desprecio y soledad llegan hasta la cruz.
Y sus primeras palabras fueron de perdón y misericordia: “Padre, perdónales, pues no saben lo que hacen” (Lc.23, 34). Luego, el buen ladrón le arrancó el paraíso. “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Jesús le contestó al instante: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc.23, 42-43). Después se dirigió a su madre: “Mujer, éste es tu hijo” y dijo a Juan: “Esta es tu madre” (Jn.19, 26-27).
El ambiente está enrarecido; el sol, casi apagado; una luz cárdena envuelve el Calvario. Jesús sufre dolores físicos terribles, soledad y abandono. Gime y reza a su Padre recitando salmos. Su cuerpo se vuelve lívido; la lengua, reseca, pegada al paladar. “Tengo sed” (Jn.19, 28). Un escalofrío recorre su cuerpo, y el sudor presagia una muerte próxima. María no se aparta de su hijo. También están Juan y las piadosas mujeres. “Todo está consumado” (Jn 19,30)” musitó Jesús, mientras le va fallando la respiración y su pecho se alza en un jadeo cada vez más entrecortado. Se le encharcan los pulmones. Ya no puede más. Es el último instante de su vida terrena. Cerca de las tres de la tarde dio un fuerte grito:” Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt27, 46; Mc15, 34).Sus últimas palabras fueron un sometimiento total a la voluntad de Dios. “Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc.23, 46). Inclinando la cabeza, expiró. Terminó su obra. Nada le queda por hacer, pasando por el trago de la muerte, aunque, después vendrá la Resurrección. El cuerpo de Jesús es un cadáver: la nariz afilada, la cara lívida, los párpados hinchados, la lengua ensangrentada y rígidos todos sus miembros. Su cuerpo lleno de heridas y moratones se dejó caer como todo cuerpo muerto. La tierra se convulsionó y se abrieron grietas en las rocas. El sol se oscureció. El velo del templo se rasgó y algunos muertos volvieron a la vida. El Calvario se quedó en el más absoluto silencio. Sólo están Jesús, María, Juan y algunas piadosas mujeres.
¿Y nosotros? ¿Dónde nos encontramos? ¿Cuál es nuestra actitud en estos momentos?¿Nos encontramos junto a Jesús o en compañía de los que huyen, miedosos, despavoridos, Calvario abajo, esperando que todo escampe y vuelva la

normalidad?¿Repetiremos con el centurión: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (c.15,39) o, pasados unos instantes, volveremos al olvidarnos de todo, como si nada hubiera pasado, y continuaremos como antes, con nuestra vida tibia, sin sentido ni compromiso alguno? ¿Qué pensamos hacer? ¿Qué camino vamos a tomar? No podemos volver a casa sin haber tomado una firme resolución de cambio total y de conversión sincera. Sólo la sangre de Cristo nos limpia y purifica. Nos redime de toda culpa y nos hace libres. Ahora es el momento de decirle: borra mis delitos, lava del todo mi pecado. Que tu sangre no caiga al suelo inútilmente. Que caiga sobre nosotros y nos salve.


13ª ESTACIÓN: JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ Y PUESTO EN BRAZOS DE SU MADRE.

José de Arimatea y Nicodemo obtuvieron de Pilato la autorización para enterrar el cuerpo de Jesús. Llegaron al Calvario provistos de todo material para embalsamarlo: yerbas, perfumes, ungüentos...Su Madre y Magdalena esperan al pie de la Cruz. La gente se ha marchado y sólo quedan los soldados merodeando hasta recibir la orden de abandonar el lugar. La tarde está oscurecida y se respira un aire de misterio en la ciudad: la sensación de que ha ocurrido algo extraño, sobrecogedor.
Nicodemo y José apoyaron las escaleras por detrás de la Cruz y con una sábana, provista de unas correas, ataron el cuerpo de Jesús y lo bajaron tras arrancarle los clavos. Cubrieron parte de su cuerpo y lo pusieron en brazos de su Madre. Mientras los hombres hacían los preparativos para embalsamar a Jesús, María, ayudada por las piadosas mujeres, limpiaba con una esponja mojada en agua y perfumaba su cuerpo con ungüentos y perfumes. Con qué amor la Santísima Virgen contemplaba y besaba a su Hijo. Le retiró la corona de espinas. Limpió y peinó sus cabellos. Y lo mismo hizo con su barba, y ,una por una, lavó todas las heridas y manchas de su cuerpo y de su rostro. Después, los hombres cogerían el cuerpo de Jesús y lo llevarían aparte para embalsamarlo. Volvieron a lavarlo más minuciosamente y lo cubrieron con mirra, ungüentos y yerbas aromáticas. Cubrieron con un sudario su rostro y lo envolvieron en una gran sábana blanca.
Con qué ternura y piedad la Santísima Virgen besaría a su Hijo y limpiaría todas sus heridas. Qué recuerdos pasados cruzarían por su cabeza. Qué veloz había pasado su vida. Qué cercanas en el tiempo estaban la cueva de Belén y el monte Calvario. Las escenas de la vida familiar de Nazaret. La vida pública de Jesús: sus curaciones milagrosas, sus palabras, el cariño que había puesto en la elección de sus Apóstoles que, ahora, le traicionan y le abandonan. La fidelidad de Juan y el amor apasionado y sincero de María Magdalena. La compañía incondicional de un grupo de mujeres piadosas. Pero su Hijo estaba muerto en sus brazos. La muerte había hecho mella en su cuerpo y María tiene que separarse de Él. También el Hijo de Dios tiene que pagar tributo a la muerte y al sepulcro.
Después resucitará; pero ya no lo tendrá a su lado como siempre. Su vida ha cambiado por completo. Qué gran soledad. Pero Ella, la sierva de Yahvé, la esclava del Señor, está dispuesta siempre, minuto a minuto, a cumplir la voluntad de Dios. Lo suyo es el abandono en las manos de Dios, aunque no comprenda la situación ni encuentre sentido a lo ocurrido. Vive pendiente de Él, entregada a Él, inmersa en Él. Ahora, sin Jesús, ella debe de tomar el encargo de velar por su obra. Con su presencia, con su oración alentará a los Apóstoles tras la venida del Espíritu Santo en la difusión del Evangelio y afianciamiento de la Iglesia naciente.


Ojalá imitemos a María en su entrega incondicional a Dios. Pidámosle a Ella, que es la Madre de la divina gracia, que nos alcance de Dios este sublime don. Seguro que nos lo concederá, si se lo pedimos con fe y confianza. ¿Qué podemos hacer nosotros por Ella? Acompañarle en su soledad y dolor. Decidle desde lo más profundo de nuestro corazón: Madre mía, aquí me tienes, cuenta conmigo. Jamás te dejaré sola. No me apartaré nunca más de ti. Quiero repararte y desagraviarte por todos los pecados que se cometen en el mundo entero y por los míos propios. Quiero ser siempre tu hijo, mi buena Madre.



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