VIA CRUCIS
INTRODUCCIÓN
El ejercicio del Vía Crucis
es, quizá, la devoción más antigua de la Iglesia. Tal vez,
practicado desde los comienzos del cristianismo. Tiene su
justificación en la creencia de que la Virgen María, acompañada
por San Juan, recorrió los lugares que, previamente, había hecho su
Hijo durante su Pasión. Cuántas veces, durante su estancia en
Jerusalén, andaría la calle de la Amargura – recordando sus
caídas, su encuentro...- la plaza en la que oyó su condena a
muerte, el monte Calvario...Quizá lo hiciera la misma tarde del
Viernes Santo o el sábado. Muchos discípulos de Jesús, habitantes
de Jerusalén, harían lo mismo, extendiéndose esta costumbre a
cuantos acudieran a Tierra Santa para visitar los lugares donde había
nacido, vivido, predicado, padecido Jesús de Nazaret. Objeto de una
devoción especial fueron los lugares de su pasión y muerte. Esta
práctica se extendió especialmente en la época del emperador
Constantino (S.IV). Durante la Edad Media, ante la dificultad de
viajar a Tierra Santa, surgió la costumbre de representar algunas de
las Estaciones del Vía Crucis en los templos de Europa. Con
Inocencio XI y Benedicto XIII se dio un gran impulso a la concreción
de esta devoción. Seguramente fue el siglo XVI cuando se fraguó la
forma que el Vía Crucis ha conservado hasta nuestros días. Y Juan
Pablo II nos regaló un Vía Crucis de quince estaciones ajustadas a
los pasajes del Evangelio.
Si nos basamos en las
revelaciones hechas por Jesús a algunos santos y la práctica de
casi todos ellos, algo que le agrada especialmente es la meditación
y contemplación de su Pasión y muerte. Recordemos a San Francisco
de Asís, Sta. Gema Galgani, San Gabriel de la Dolorosa, San Pio de
Pietrelcina, Sta. Brígida, Sta. Catalina de Siena, Sta. Ángela de
Foligno y un interminable número de ellos. Precisamente el Vía
Crucis consiste en la meditación y contemplación de algunos de los
pasos o escenas en las que Jesús más padeció y sufrió por
nosotros desde la institución de la Eucaristía (Jueves Santo) hasta
la sepultura en la tarde del Viernes Santo.
Y cada una de las estaciones
del Vía Crucis termina con el rezo de un padrenuestro y avemaría.
Las dos oraciones por excelencia: compuesta la primera por el mismo
Jesús, a petición de los Apóstoles, para enseñarles a orar, y
debida la segunda a la salutación del ángel Gabriel a María, a las
palabras del saludo de su prima Isabel y a la Iglesia que compuso el
santamaría. No quiero extenderme en este punto; pero ahí tenemos a
multitud de santos que han escrito bellísimamente sobre el contenido
de estas oraciones. Baste recordar a Santa Teresa de Ávila, San Luis
Mª Grignon de Montfort en su tratado del Rosario.
De ninguna práctica piadosa
se ha escrito y hablado más, seguramente, que del Santo Rosario,
compuesto, precisamente, del rezo del Padrenuestro y del Avemaría y
de la contemplación de los misterios de la vida, muerte, y
resurrección de Jesús y de otros sobre la Virgen María. Ahí
radica la grandeza, belleza e importancia del Santo Rosario. Todos
los papas lo han recomendado, ensalzado y concedido indulgencias a
quienes lo recen. Pero nadie más autorizado para su recomendación
que la misma Madre de Dios. Recordemos las apariciones de Fátima. En
todas las iglesias de la Cristiandad se practica el rezo del santo
Rosario y, especialmente en los santuarios marianos y en las fiestas
y peregrinaciones en honor de la Virgen María.
La práctica del Vía Crucis
está menos generalizada dentro de la Iglesia. Es una costumbre
universal hacerlo los viernes de cuaresma y, especialmente, el
Viernes Santo. Recordemos el presidido por el Papa en Roma.
Desde estas páginas animo a
las personas devotas y a todos los cristianos a la práctica del Vía
Crucis todos los viernes del año. Si sabemos que la contemplación
de los sufrimientos y dolores de la Pasión tanto agradan a Jesús,
qué mejor modo de hacerlo que mediante el rezo del Vía Crucis,
contemplando cada paso o estación y acabando cada una de ellas con
el rezo de un padrenuestro y avemaría,
Movido por el deseo de ayudar
a alguno en la meditación de estos misterios de dolor de nuestro
Señor he compuesto el presente librito. Si te sirve y sacas algún
provecho espiritual, recomiéndalo a quienes puedan beneficiarse de
ello.
Demos gracias a Dios que ha
puesto a nuestra disposición tan maravilloso medio para acrecentar
nuestro amor a Jesucristo, mediante la contemplación de su pasión y
muerte, y para obtener tantos dones y beneficios espirituales, en
favor nuestro y de la Iglesia.
1ª
ESTACIÓN: JESÚS ES CONDENADO A MUERTE
Se trata de un juicio.
¿Quiénes son los personajes
participantes?
El protagonista es el reo:
Jesús de Nazaret.
El juez: Poncio Pilato.
Los acusadores: los Príncipes
de los Sacerdotes.
Y toda una comparsa de
personajes secundarios en el escenario: soldados, escribanos,
personal de seguridad y vigilancia, verdugos, curiosos y un populacho
manipulado, enloquecido, ebrio de sangre.
A cierta distancia contempla
la escena un reducido grupo de personas que sufre y padece en íntima
sintonía con el reo: su madre y unas piadosas mujeres familiares y
amigas.
El escenario: la plaza del
palacio de Pilato.
El gobernador, ataviado con
sus vestidos oficiales, se dirige al tribunal llamado Gábbata y toma
asiento. Jesús es conducido a su presencia con su capa de burla y la
corona de espinas, permaneciendo de pie.
-Aquí tenéis a vuestro Rey-
exclamó Pilato.
-Crucifícalo-vociferaban.
-¿Queréis que crucifique a
vuestro Rey?
-No tenemos más Rey que el
César.
Pilato leyó la sentencia
argumentando que había sido acusado de proclamarse Hijo de Dios, Rey
de los judíos y que era un peligro para la paz pública, por todo lo
cual condenaba a Jesús de Nazaret a ser crucificado. A continuación,
escribió la inscripción que debía haber en la cruz: Rey de los
judíos.
Leída la sentencia, los
verdugos le desataron las manos a Jesús y le trajeron sus vestidos.
Le ataron alrededor del cuerpo la correa de la que salían cuerdas
para tirar de él. La sentencia contra Jesús fue pronunciada
alrededor de las diez de la mañana, tras una noche sin dormir
encerrado en el calabozo del palacio de Caifás.
Después de ser brutalmente
azotado, coronado de espinas, escupido, abofeteado, hecho objeto de
burlas y escarnecido.
Se trata de un juicio injusto,
inicuo, plagado de falsedades y mentiras. Pongámonos en la piel de
Jesús, en una situación semejante. Se le acusa de blasfemo,
alborotador del pueblo, de conspirar contra el César. ¿Qué
sentiría Jesús ante tanta falsedad, mentira, humillación?.
Repasemos la escena: Pilato sentado en su tribunal, como juez, tiene
ante sí a Jesús, de pie, como un reo. Un malhechor despreciable. Y
pensemos en lo más profundo del caso: ese hombre que aparece como un
gusano despreciable, peligroso, merecedor de tanta burla y desprecio
es el Hijo de Dios infinito, todopoderoso y eterno. Ese hombre que
está siendo juzgado y condenado a muerte de cruz es Dios mismo. Tras
un espantajo humano está Dios.
Jesús
experimentando la más tremenda y absoluta soledad. Ni un sólo
testigo a su favor. Todos le dan la espalda. Nadie quiere saber nada
de él. Muchos le odian. Otros le ignoran en su indiferencia; pero
nadie quiere comprometerse. Ese es el paradigma de la actuación
humana: en la hora del triunfo, del éxito, todo son amigos. Cuanto
más hundido te encuentras, más despreciado eres. Desaparecen los
amigos, incluso la misma familia. ¿Quién no se ha visto, alguna
vez, en una situación semejante?. Cuando esto ocurra, acuérdate de
Jesús. Acuérdate de él. Siempre está. Siempre le tenemos. Nunca
nos deja solos. Jesús experimentó todas las situaciones humanas
dolorosas para identificarse más profundamente con nuestra condición
y decirnos que estaba con nosotros, que podíamos contar con Él. Que
nos amaba infinitamente.
¡Cuántas veces nosotros
juzgamos y condenamos indebidamente a los demás!. “No juzguéis y
no seréis juzgados, no condenéis y no se seréis condenados......”
(Lc 6,37-38). ¡Cuánto daño hacen en la comunidad cristiana las
críticas, las murmuraciones, el juzgar a la ligera la conducta de
otros!. Sólo Dios conoce el corazón del hombre y Él sólo puede
juzgarnos.
Y pensemos también, cuando
seamos juzgados injustamente, en lo que pasó y padeció Jesús al
ser condenado inicuamente. Él, la bondad infinita, la perfección
suma, la verdad absoluta, condenado a muerte por embaucador,
falsario, sedicioso, embustero, perturbador.
Aprendamos, viendo a Jesús en
tan lastimoso estado, lo que es la perfecta humildad. Cuántas veces
por una insignificancia protestamos, nos quejamos, insultamos,
perdemos los modales y la paz interior. Enséñanos, Jesús, lo que
es la verdadera paciencia y el verdadero amor.
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