lunes, 25 de marzo de 2013

VIA CRUCIS

INTRODUCCIÓN

El ejercicio del Vía Crucis es, quizá, la devoción más antigua de la Iglesia. Tal vez, practicado desde los comienzos del cristianismo. Tiene su justificación en la creencia de que la Virgen María, acompañada por San Juan, recorrió los lugares que, previamente, había hecho su Hijo durante su Pasión. Cuántas veces, durante su estancia en Jerusalén, andaría la calle de la Amargura – recordando sus caídas, su encuentro...- la plaza en la que oyó su condena a muerte, el monte Calvario...Quizá lo hiciera la misma tarde del Viernes Santo o el sábado. Muchos discípulos de Jesús, habitantes de Jerusalén, harían lo mismo, extendiéndose esta costumbre a cuantos acudieran a Tierra Santa para visitar los lugares donde había nacido, vivido, predicado, padecido Jesús de Nazaret. Objeto de una devoción especial fueron los lugares de su pasión y muerte. Esta práctica se extendió especialmente en la época del emperador Constantino (S.IV). Durante la Edad Media, ante la dificultad de viajar a Tierra Santa, surgió la costumbre de representar algunas de las Estaciones del Vía Crucis en los templos de Europa. Con Inocencio XI y Benedicto XIII se dio un gran impulso a la concreción de esta devoción. Seguramente fue el siglo XVI cuando se fraguó la forma que el Vía Crucis ha conservado hasta nuestros días. Y Juan Pablo II nos regaló un Vía Crucis de quince estaciones ajustadas a los pasajes del Evangelio.
Si nos basamos en las revelaciones hechas por Jesús a algunos santos y la práctica de casi todos ellos, algo que le agrada especialmente es la meditación y contemplación de su Pasión y muerte. Recordemos a San Francisco de Asís, Sta. Gema Galgani, San Gabriel de la Dolorosa, San Pio de Pietrelcina, Sta. Brígida, Sta. Catalina de Siena, Sta. Ángela de Foligno y un interminable número de ellos. Precisamente el Vía Crucis consiste en la meditación y contemplación de algunos de los pasos o escenas en las que Jesús más padeció y sufrió por nosotros desde la institución de la Eucaristía (Jueves Santo) hasta la sepultura en la tarde del Viernes Santo.
Y cada una de las estaciones del Vía Crucis termina con el rezo de un padrenuestro y avemaría. Las dos oraciones por excelencia: compuesta la primera por el mismo Jesús, a petición de los Apóstoles, para enseñarles a orar, y debida la segunda a la salutación del ángel Gabriel a María, a las palabras del saludo de su prima Isabel y a la Iglesia que compuso el santamaría. No quiero extenderme en este punto; pero ahí tenemos a multitud de santos que han escrito bellísimamente sobre el contenido de estas oraciones. Baste recordar a Santa Teresa de Ávila, San Luis Mª Grignon de Montfort en su tratado del Rosario.


De ninguna práctica piadosa se ha escrito y hablado más, seguramente, que del Santo Rosario, compuesto, precisamente, del rezo del Padrenuestro y del Avemaría y de la contemplación de los misterios de la vida, muerte, y resurrección de Jesús y de otros sobre la Virgen María. Ahí radica la grandeza, belleza e importancia del Santo Rosario. Todos los papas lo han recomendado, ensalzado y concedido indulgencias a quienes lo recen. Pero nadie más autorizado para su recomendación que la misma Madre de Dios. Recordemos las apariciones de Fátima. En todas las iglesias de la Cristiandad se practica el rezo del santo Rosario y, especialmente en los santuarios marianos y en las fiestas y peregrinaciones en honor de la Virgen María.
La práctica del Vía Crucis está menos generalizada dentro de la Iglesia. Es una costumbre universal hacerlo los viernes de cuaresma y, especialmente, el Viernes Santo. Recordemos el presidido por el Papa en Roma.
Desde estas páginas animo a las personas devotas y a todos los cristianos a la práctica del Vía Crucis todos los viernes del año. Si sabemos que la contemplación de los sufrimientos y dolores de la Pasión tanto agradan a Jesús, qué mejor modo de hacerlo que mediante el rezo del Vía Crucis, contemplando cada paso o estación y acabando cada una de ellas con el rezo de un padrenuestro y avemaría,
Movido por el deseo de ayudar a alguno en la meditación de estos misterios de dolor de nuestro Señor he compuesto el presente librito. Si te sirve y sacas algún provecho espiritual, recomiéndalo a quienes puedan beneficiarse de ello.
Demos gracias a Dios que ha puesto a nuestra disposición tan maravilloso medio para acrecentar nuestro amor a Jesucristo, mediante la contemplación de su pasión y muerte, y para obtener tantos dones y beneficios espirituales, en favor nuestro y de la Iglesia.



1ª ESTACIÓN: JESÚS ES CONDENADO A MUERTE

Se trata de un juicio.
¿Quiénes son los personajes participantes?
El protagonista es el reo: Jesús de Nazaret.
El juez: Poncio Pilato.
Los acusadores: los Príncipes de los Sacerdotes.
Y toda una comparsa de personajes secundarios en el escenario: soldados, escribanos, personal de seguridad y vigilancia, verdugos, curiosos y un populacho manipulado, enloquecido, ebrio de sangre.
A cierta distancia contempla la escena un reducido grupo de personas que sufre y padece en íntima sintonía con el reo: su madre y unas piadosas mujeres familiares y amigas.
El escenario: la plaza del palacio de Pilato.
El gobernador, ataviado con sus vestidos oficiales, se dirige al tribunal llamado Gábbata y toma asiento. Jesús es conducido a su presencia con su capa de burla y la corona de espinas, permaneciendo de pie.
-Aquí tenéis a vuestro Rey- exclamó Pilato.
-Crucifícalo-vociferaban.
-¿Queréis que crucifique a vuestro Rey?
-No tenemos más Rey que el César.
Pilato leyó la sentencia argumentando que había sido acusado de proclamarse Hijo de Dios, Rey de los judíos y que era un peligro para la paz pública, por todo lo cual condenaba a Jesús de Nazaret a ser crucificado. A continuación, escribió la inscripción que debía haber en la cruz: Rey de los judíos.
Leída la sentencia, los verdugos le desataron las manos a Jesús y le trajeron sus vestidos. Le ataron alrededor del cuerpo la correa de la que salían cuerdas para tirar de él. La sentencia contra Jesús fue pronunciada alrededor de las diez de la mañana, tras una noche sin dormir encerrado en el calabozo del palacio de Caifás.

Después de ser brutalmente azotado, coronado de espinas, escupido, abofeteado, hecho objeto de burlas y escarnecido.
Se trata de un juicio injusto, inicuo, plagado de falsedades y mentiras. Pongámonos en la piel de Jesús, en una situación semejante. Se le acusa de blasfemo, alborotador del pueblo, de conspirar contra el César. ¿Qué sentiría Jesús ante tanta falsedad, mentira, humillación?. Repasemos la escena: Pilato sentado en su tribunal, como juez, tiene ante sí a Jesús, de pie, como un reo. Un malhechor despreciable. Y pensemos en lo más profundo del caso: ese hombre que aparece como un gusano despreciable, peligroso, merecedor de tanta burla y desprecio es el Hijo de Dios infinito, todopoderoso y eterno. Ese hombre que está siendo juzgado y condenado a muerte de cruz es Dios mismo. Tras un espantajo humano está Dios.
Jesús experimentando la más tremenda y absoluta soledad. Ni un sólo testigo a su favor. Todos le dan la espalda. Nadie quiere saber nada de él. Muchos le odian. Otros le ignoran en su indiferencia; pero nadie quiere comprometerse. Ese es el paradigma de la actuación humana: en la hora del triunfo, del éxito, todo son amigos. Cuanto más hundido te encuentras, más despreciado eres. Desaparecen los amigos, incluso la misma familia. ¿Quién no se ha visto, alguna vez, en una situación semejante?. Cuando esto ocurra, acuérdate de Jesús. Acuérdate de él. Siempre está. Siempre le tenemos. Nunca nos deja solos. Jesús experimentó todas las situaciones humanas dolorosas para identificarse más profundamente con nuestra condición y decirnos que estaba con nosotros, que podíamos contar con Él. Que nos amaba infinitamente.
¡Cuántas veces nosotros juzgamos y condenamos indebidamente a los demás!. “No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no se seréis condenados......” (Lc 6,37-38). ¡Cuánto daño hacen en la comunidad cristiana las críticas, las murmuraciones, el juzgar a la ligera la conducta de otros!. Sólo Dios conoce el corazón del hombre y Él sólo puede juzgarnos.
Y pensemos también, cuando seamos juzgados injustamente, en lo que pasó y padeció Jesús al ser condenado inicuamente. Él, la bondad infinita, la perfección suma, la verdad absoluta, condenado a muerte por embaucador, falsario, sedicioso, embustero, perturbador.
Aprendamos, viendo a Jesús en tan lastimoso estado, lo que es la perfecta humildad. Cuántas veces por una insignificancia protestamos, nos quejamos, insultamos, perdemos los modales y la paz interior. Enséñanos, Jesús, lo que es la verdadera paciencia y el verdadero amor.

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