2ª
ESTACIÓN: JESÚS CARGA CON LA CRUZ A CUESTAS
Condujeron a Jesús a través
de la plaza, mientras le traían la cruz que arrojaron a sus pies. Él
la cargó sobre su hombro. A continuación, sonó la trompeta para
iniciar la marcha. Numerosos soldados, una gran multitud de hombres y
de niños, fariseos y personalidades miembros del Sanedrín, a pie o
a caballo, se arremolinaban en torno a Jesús. Él, descalzo,
ensangrentado, temblando de fiebre, revueltos sus cabellos y barba se
puso en marcha. Tras él, los ladrones. Finalmente, una
representación de la autoridad civil romana.
La calle de la Amargura era
sucia y estrecha. Por todas partes se oían insultos, y hasta le
tiraban piedras como a un perro. Muy poca gente se compadecía de
Jesús. Ya se habían olvidado de su entrada triunfal en Jerusalén,
aclamado entre palmas y ramas de olivo. Impresiona ver cómo se
manipula a la gente y se lleva de un sitio para otro a la masa de un
pueblo. En qué espacio tan corto de tiempo se pasa del “Hosanna al
Hijo de David” al “Crucifícalo”.
Sobre todo, no olvidemos que
ese condenado a muerte de cruz, que arrastra el instrumento donde va
a ser ejecutado, es el Mesías del pueblo de Israel, el Hijo de Dios,
el Salvador del mundo. El mismo Dios en persona. Y está haciendo eso
por nosotros. Por nuestra salvación. ¡Qué caro le costó nuestro
rescate! ¡A qué extremo de anonadamiento le llevó nuestra
redención!. Sobran todas las palabras o cualquier comentario.
Imaginemos la escena. Jesús de Nazaret condenado a muerte, cargando
con la cruz, instrumento de suplicio, que se pone en camino- diríamos
ahora como un descamisado, un marginado, una escoria humana- hacia el
Calvario donde va a ser crucificado
¿No le hubiera bastado al
Hijo de Dios hacerse hombre y traernos su doctrina, el mensaje de la
Buena Noticia, dándonos las pautas de nuestra conducta y
enseñándonos como debía ser nuestra vida? ¿Por qué tal
despilfarro de dolor y sufrimiento?
Nos produce verdadero vértigo
contemplar cualquier escena de la Pasión de Jesús y pensar que es
Dios, que todo eso lo hace por amor al hombre- a todos y a cada uno
de nosotros- y que le hubiera bastado el acto más insignificante,
por su parte, para salvar al género humano. Hubiera sido suficiente
el hecho de la Encarnación. Una simple oración. Una súplica a su
Padre. ¿Por qué se somete a ese abismo de humillación? ¡Qué bien
lo expresa San Pablo: “ No tuvo en cuenta su categoría de Dios, se
rebajó hasta la muerte y una muerte de cruz” ( Ef 2,6 ;8 ).
La cruz es un signo de
espanto. Nadie quiere la cruz. Todos la huimos. Y sin cruz no hay
salvación. “Quien no coge su cruz y me sigue no puede ser
discípulo mío” (Lc 14,27). “Si el grano de trigo no cae en
tierra y se pudre no puede dar fruto. La cruz
es sinónimo de infelicidad.
La cruz es sufrir, padecer, morir. ¿Por qué Jesús ha elegido ese
camino? ¿Por qué es esa la voluntad de Dios, de su Padre para con
Él? Quizá no encontremos explicación; pero los pensamientos y los
caminos de Dios no son los nuestros.
También a Jesús le repelió
la cruz. Le espantó el sufrimiento hasta el pánico y el sudor de
sangre. Pero no sucumbió a la tentación. No huyó ante la que se le
venía encima. Aceptó su misión y su destino como manifestación de
la voluntad de Dios. Y la asumió plenamente. La sublimó hasta
convertirla en un triunfo, en signo de gloria, en semilla de vida.
Por la cruz a la luz. Tras la cruz, la resurrección.
En la cruz de Cristo se
encierra todo el misterio de nuestra salvación. En la cruz de Cristo
está escondido el secreto de nuestra liberación de la muerte y del
pecado. La verdadera libertad del ser humano. La dignidad humana
encuentra su total plenitud en la cruz de Cristo. Y la explicación
de todos los avatares de nuestra vida. De qué distinta manera se ven
así las enfermedades, el dolor, las contrariedades, las diversas
pruebas que se nos presentan.
La cruz nos purifica, nos
limpia de egoísmo, nos libera, nos impulsa a subir hacia la cima.
¡Cuánto lastre, cuánto peso de ataduras humanas desaparecen! Y nos
nacen alas para la ascensión a Dios. El orgullo, la soberbia, la
vanidad, la ira son atemperados por el dolor. Nos hacemos más
comprensivos, más tolerantes, más humanos cuando nos visita el
sufrimiento.
En la hora de la prueba se ve
lo que somos, se manifiesta lo que valemos. Se acrisolan nuestras
obras, pensamientos y actitudes. Se mide nuestra hondura espiritual,
nuestra vida interior.
Finalmente, en el sufrimiento
se mide y acrecienta nuestro amor. No hay amor sin dolor. No sabemos
lo que amamos hasta que no sufrimos. Cuanto más se ama a Cristo más
se desea sufrir para parecernos más a Él, para identificarnos con
el Crucificado.
Pero no somos masoquistas. No
buscamos el dolor por el dolor. No nos complace el sufrimiento en sí.
La muerte, la enfermedad, la traición del amigo, el daño de
nuestros enemigos, nuestras carencias y limitaciones humanas están
ahí, nos visitan inevitablemente. Si nos revelamos, si no las
aceptamos como queridas o permitidas por Dios, si no las asumimos,
entonces la cruz, en vez de ser fructífera y salvífica, sirve para
nuestra condenación en esta vida y, quizá, en la otra.
La cruz que nos identifica con
Él. La cruz que da vida, que salva, que redime, que libera, que
dignifica, que nos lleva al amor es la cruz de Cristo. “Si morimos
con Cristo, viviremos con Él...” (2 Tim 2,11). Ahí está el
secreto y la explicación de la cruz. De su valor inmenso. De su
éxito y triunfo final.
3ª
ESTACIÓN: JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ BAJO EL PESO DE LA CRUZ
La calle está llena de hoyos
y de piedras; a trechos, de suciedad y lodo. Es posible que Jesús
tropezara o que los verdugos le tiraran de las cuerdas que llevaba
atadas a la cintura. Lo cierto es que Jesús cae al suelo como un
perro apaleado. Y a su lado cae la cruz. O, tal vez, encima,
aplastándole. Él tiende la mano implorando ayuda y misericordia con
su mirada. A cambio, recibe una sarta de imprecaciones y de insultos.
A algunas mujeres afligidas se les escapan las lágrimas y los niños
corren asustados. Pero el corazón de los verdugos está cada vez más
endurecido. Empujándole y dándole patadas, lo levantan del suelo y
le cargan de nuevo la cruz.
Ante un mismo acontecimiento,
la reacción de los humanos es muy diferente, diametralmente opuesta.
O nuestro corazón se ablanda y nos ponemos del lado de Jesús o
seguimos empecinados en nuestro pecado. Lo que para unos es signo de
salvación, para otros es objeto de burla, mofa y desprecio. Jesús
caído en el suelo es un ajusticiado despreciable para algunos; para
otros es digno de toda lástima y compasión.
Para nosotros, ¿quién es ese
hombre caído en tierra? ¿Es el Hijo de Dios vivo? ¿Qué estamos
dispuestos a hacer por Él? ¿Le dejaremos solo cargado con su cruz,
camino de la crucifixión, o le diremos, de todo corazón: Jesús,
cuenta conmigo, no te dejaré solo jamás; donde tú vayas, también
iré yo?
Cualquier persona sensible y
educada es agradecida con quien le hace un favor. A mayor favor, más
reconocimiento y gratitud. Si sabemos que alguien nos ha salvado la
vida le estaremos inmensamente agradecidos y se lo demostraremos de
mil maneras. Jesús ha hecho por nosotros lo máximo posible que se
puede hacer: dar la vida. ¡Y de qué forma! ¿Cómo se lo
agradecemos? ¿ Le somos incondicionales a cualquier hora o en
cualquier momento o nos trae sin cuidado lo que haya hecho por
nosotros? No digamos que es cuestión de fe, de creer o no en Él.
Por supuesto, me estoy refiriendo a creyentes, a cristianos
seguidores suyos. ¿Hasta qué punto nos interesa, nos incumbe Jesús?
¿Somos coherentes con nuestras creencias?
¿Reflejamos en nuestra vida la fe que profesamos? ¿Estamos
agradecidos por la salvación que inmerecidamente nos regala? Toda
una vida sería insuficiente para agradecer a Cristo nuestra
Redención, el habernos abierto las puertas del paraíso para toda la
eternidad.
A Jesús no le importa caer
bajo el peso de la cruz cuantas veces sea necesario por nosotros. Le
importamos demasiado. Nos quiere hasta el infinito. ¿Vamos a
reaccionar de una vez por todas con nuestra gratitud, nuestra entrega
generosa, nuestro amor sincero? Le hemos costado demasiado para
seguir siendo desagradecidos, indiferentes.
La cruz pesa, a veces,
demasiado. O nos ponen zancadillas, nos dificultan el camino. Pero
nuestra obligación es seguir adelante. O, al menos, intentarlo. Ante
la caída, lo primero, levantarnos; después, seguir adelante. Nunca
digamos que no podemos más, si no hemos puesto a prueba nuestras
fuerzas. No desistamos, si no hemos empleado todos los recursos. El
fracaso no está en la caída, sino en no levantarnos, o, al menos,
en no intentarlo. Quien cae muchas veces no es un fracasado, si
intenta levantarse siempre. Y cuando nos faltan las fuerzas, ahí
está Dios. Nunca nos tienta por encima de nuestras posibilidades
(1Cor 10,13). Jamás nos faltará su gracia. Ya nos avisó Jesús:
“Sin Mí, nada podéis hacer”. En orden espiritual no podemos ni
pronunciar su nombre si Él no nos ayuda (1Cor12, 13) Sólo
venceremos con la fuerza de su Espíritu.
Si somos conscientes de este
poder que tenemos en el nombre de Jesús, si confiamos en su palabra,
si tenemos fe en su persona, todo lo podremos- como dice San Pablo-
en Aquel que nos conforta. Las caídas no nos pueden hacer
desesperar. Lo peor es la tibieza, la modorra, el desánimo, el decir
no puedo más. Siempre podemos más. Él nunca deja de tendernos su
mano amiga.
¿Qué haces ahí caído
mirando el fango y el lodo que te envuelven? Levanta tus ojos al
cielo y sigue adelante. Tienes un compromiso con Dios, contigo mismo
y con los demás. Saca fuerzas de flaqueza una vez más. Todo
esfuerzo es poco. Bien merece la pena dedicar la vida entera a la
causa de Cristo y seguir con tu cruz tras sus pasos. Saca un fuerte
propósito que marque tu vida para siempre. No permanecer mucho
tiempo caído en el suelo. Levántate y síguele a dondequiera que
vaya, a donde te quiera llevar.
Jesús cae al suelo cansado,
extenuado, sin fuerzas. Él asumió en todo nuestra condición
humana, exceptuando el pecado. Se hizo tan semejante a nosotros para
que no tuviéramos miedo de Él, para que confiáramos plenamente en
Él. Para decirnos: mira, estoy deshecho, no puedo más, me faltan
las fuerzas; pero me levanto. Quiero levantarme. Me esfuerzo hasta el
límite para levantarme. No te dé vergüenza verte caído en tierra,
confundido con el polvo y con el lodo si, aunque sea sólo con tu
mirada, imploras ayuda y estás diciendo que quieres seguir adelante.
Yo estoy siempre a tu lado. Cuenta conmigo.
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