martes, 26 de marzo de 2013

2ª ESTACIÓN: JESÚS CARGA CON LA CRUZ A CUESTAS

Condujeron a Jesús a través de la plaza, mientras le traían la cruz que arrojaron a sus pies. Él la cargó sobre su hombro. A continuación, sonó la trompeta para iniciar la marcha. Numerosos soldados, una gran multitud de hombres y de niños, fariseos y personalidades miembros del Sanedrín, a pie o a caballo, se arremolinaban en torno a Jesús. Él, descalzo, ensangrentado, temblando de fiebre, revueltos sus cabellos y barba se puso en marcha. Tras él, los ladrones. Finalmente, una representación de la autoridad civil romana.
La calle de la Amargura era sucia y estrecha. Por todas partes se oían insultos, y hasta le tiraban piedras como a un perro. Muy poca gente se compadecía de Jesús. Ya se habían olvidado de su entrada triunfal en Jerusalén, aclamado entre palmas y ramas de olivo. Impresiona ver cómo se manipula a la gente y se lleva de un sitio para otro a la masa de un pueblo. En qué espacio tan corto de tiempo se pasa del “Hosanna al Hijo de David” al “Crucifícalo”.
Sobre todo, no olvidemos que ese condenado a muerte de cruz, que arrastra el instrumento donde va a ser ejecutado, es el Mesías del pueblo de Israel, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. El mismo Dios en persona. Y está haciendo eso por nosotros. Por nuestra salvación. ¡Qué caro le costó nuestro rescate! ¡A qué extremo de anonadamiento le llevó nuestra redención!. Sobran todas las palabras o cualquier comentario. Imaginemos la escena. Jesús de Nazaret condenado a muerte, cargando con la cruz, instrumento de suplicio, que se pone en camino- diríamos ahora como un descamisado, un marginado, una escoria humana- hacia el Calvario donde va a ser crucificado
¿No le hubiera bastado al Hijo de Dios hacerse hombre y traernos su doctrina, el mensaje de la Buena Noticia, dándonos las pautas de nuestra conducta y enseñándonos como debía ser nuestra vida? ¿Por qué tal despilfarro de dolor y sufrimiento?
Nos produce verdadero vértigo contemplar cualquier escena de la Pasión de Jesús y pensar que es Dios, que todo eso lo hace por amor al hombre- a todos y a cada uno de nosotros- y que le hubiera bastado el acto más insignificante, por su parte, para salvar al género humano. Hubiera sido suficiente el hecho de la Encarnación. Una simple oración. Una súplica a su Padre. ¿Por qué se somete a ese abismo de humillación? ¡Qué bien lo expresa San Pablo: “ No tuvo en cuenta su categoría de Dios, se rebajó hasta la muerte y una muerte de cruz” ( Ef 2,6 ;8 ).
La cruz es un signo de espanto. Nadie quiere la cruz. Todos la huimos. Y sin cruz no hay salvación. “Quien no coge su cruz y me sigue no puede ser discípulo mío” (Lc 14,27). “Si el grano de trigo no cae en tierra y se pudre no puede dar fruto. La cruz

es sinónimo de infelicidad. La cruz es sufrir, padecer, morir. ¿Por qué Jesús ha elegido ese camino? ¿Por qué es esa la voluntad de Dios, de su Padre para con Él? Quizá no encontremos explicación; pero los pensamientos y los caminos de Dios no son los nuestros.
También a Jesús le repelió la cruz. Le espantó el sufrimiento hasta el pánico y el sudor de sangre. Pero no sucumbió a la tentación. No huyó ante la que se le venía encima. Aceptó su misión y su destino como manifestación de la voluntad de Dios. Y la asumió plenamente. La sublimó hasta convertirla en un triunfo, en signo de gloria, en semilla de vida. Por la cruz a la luz. Tras la cruz, la resurrección.
En la cruz de Cristo se encierra todo el misterio de nuestra salvación. En la cruz de Cristo está escondido el secreto de nuestra liberación de la muerte y del pecado. La verdadera libertad del ser humano. La dignidad humana encuentra su total plenitud en la cruz de Cristo. Y la explicación de todos los avatares de nuestra vida. De qué distinta manera se ven así las enfermedades, el dolor, las contrariedades, las diversas pruebas que se nos presentan.
La cruz nos purifica, nos limpia de egoísmo, nos libera, nos impulsa a subir hacia la cima. ¡Cuánto lastre, cuánto peso de ataduras humanas desaparecen! Y nos nacen alas para la ascensión a Dios. El orgullo, la soberbia, la vanidad, la ira son atemperados por el dolor. Nos hacemos más comprensivos, más tolerantes, más humanos cuando nos visita el sufrimiento.
En la hora de la prueba se ve lo que somos, se manifiesta lo que valemos. Se acrisolan nuestras obras, pensamientos y actitudes. Se mide nuestra hondura espiritual, nuestra vida interior.
Finalmente, en el sufrimiento se mide y acrecienta nuestro amor. No hay amor sin dolor. No sabemos lo que amamos hasta que no sufrimos. Cuanto más se ama a Cristo más se desea sufrir para parecernos más a Él, para identificarnos con el Crucificado.
Pero no somos masoquistas. No buscamos el dolor por el dolor. No nos complace el sufrimiento en sí. La muerte, la enfermedad, la traición del amigo, el daño de nuestros enemigos, nuestras carencias y limitaciones humanas están ahí, nos visitan inevitablemente. Si nos revelamos, si no las aceptamos como queridas o permitidas por Dios, si no las asumimos, entonces la cruz, en vez de ser fructífera y salvífica, sirve para nuestra condenación en esta vida y, quizá, en la otra.
La cruz que nos identifica con Él. La cruz que da vida, que salva, que redime, que libera, que dignifica, que nos lleva al amor es la cruz de Cristo. “Si morimos con Cristo, viviremos con Él...” (2 Tim 2,11). Ahí está el secreto y la explicación de la cruz. De su valor inmenso. De su éxito y triunfo final.


3ª ESTACIÓN: JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ BAJO EL PESO DE LA CRUZ

La calle está llena de hoyos y de piedras; a trechos, de suciedad y lodo. Es posible que Jesús tropezara o que los verdugos le tiraran de las cuerdas que llevaba atadas a la cintura. Lo cierto es que Jesús cae al suelo como un perro apaleado. Y a su lado cae la cruz. O, tal vez, encima, aplastándole. Él tiende la mano implorando ayuda y misericordia con su mirada. A cambio, recibe una sarta de imprecaciones y de insultos. A algunas mujeres afligidas se les escapan las lágrimas y los niños corren asustados. Pero el corazón de los verdugos está cada vez más endurecido. Empujándole y dándole patadas, lo levantan del suelo y le cargan de nuevo la cruz.
Ante un mismo acontecimiento, la reacción de los humanos es muy diferente, diametralmente opuesta. O nuestro corazón se ablanda y nos ponemos del lado de Jesús o seguimos empecinados en nuestro pecado. Lo que para unos es signo de salvación, para otros es objeto de burla, mofa y desprecio. Jesús caído en el suelo es un ajusticiado despreciable para algunos; para otros es digno de toda lástima y compasión.
Para nosotros, ¿quién es ese hombre caído en tierra? ¿Es el Hijo de Dios vivo? ¿Qué estamos dispuestos a hacer por Él? ¿Le dejaremos solo cargado con su cruz, camino de la crucifixión, o le diremos, de todo corazón: Jesús, cuenta conmigo, no te dejaré solo jamás; donde tú vayas, también iré yo?
Cualquier persona sensible y educada es agradecida con quien le hace un favor. A mayor favor, más reconocimiento y gratitud. Si sabemos que alguien nos ha salvado la vida le estaremos inmensamente agradecidos y se lo demostraremos de mil maneras. Jesús ha hecho por nosotros lo máximo posible que se puede hacer: dar la vida. ¡Y de qué forma! ¿Cómo se lo agradecemos? ¿ Le somos incondicionales a cualquier hora o en cualquier momento o nos trae sin cuidado lo que haya hecho por nosotros? No digamos que es cuestión de fe, de creer o no en Él. Por supuesto, me estoy refiriendo a creyentes, a cristianos seguidores suyos. ¿Hasta qué punto nos interesa, nos incumbe Jesús? ¿Somos coherentes con nuestras creencias? ¿Reflejamos en nuestra vida la fe que profesamos? ¿Estamos agradecidos por la salvación que inmerecidamente nos regala? Toda una vida sería insuficiente para agradecer a Cristo nuestra Redención, el habernos abierto las puertas del paraíso para toda la eternidad.
A Jesús no le importa caer bajo el peso de la cruz cuantas veces sea necesario por nosotros. Le importamos demasiado. Nos quiere hasta el infinito. ¿Vamos a reaccionar de una vez por todas con nuestra gratitud, nuestra entrega generosa, nuestro amor sincero? Le hemos costado demasiado para seguir siendo desagradecidos, indiferentes.

La cruz pesa, a veces, demasiado. O nos ponen zancadillas, nos dificultan el camino. Pero nuestra obligación es seguir adelante. O, al menos, intentarlo. Ante la caída, lo primero, levantarnos; después, seguir adelante. Nunca digamos que no podemos más, si no hemos puesto a prueba nuestras fuerzas. No desistamos, si no hemos empleado todos los recursos. El fracaso no está en la caída, sino en no levantarnos, o, al menos, en no intentarlo. Quien cae muchas veces no es un fracasado, si intenta levantarse siempre. Y cuando nos faltan las fuerzas, ahí está Dios. Nunca nos tienta por encima de nuestras posibilidades (1Cor 10,13). Jamás nos faltará su gracia. Ya nos avisó Jesús: “Sin Mí, nada podéis hacer”. En orden espiritual no podemos ni pronunciar su nombre si Él no nos ayuda (1Cor12, 13) Sólo venceremos con la fuerza de su Espíritu.
Si somos conscientes de este poder que tenemos en el nombre de Jesús, si confiamos en su palabra, si tenemos fe en su persona, todo lo podremos- como dice San Pablo- en Aquel que nos conforta. Las caídas no nos pueden hacer desesperar. Lo peor es la tibieza, la modorra, el desánimo, el decir no puedo más. Siempre podemos más. Él nunca deja de tendernos su mano amiga.
¿Qué haces ahí caído mirando el fango y el lodo que te envuelven? Levanta tus ojos al cielo y sigue adelante. Tienes un compromiso con Dios, contigo mismo y con los demás. Saca fuerzas de flaqueza una vez más. Todo esfuerzo es poco. Bien merece la pena dedicar la vida entera a la causa de Cristo y seguir con tu cruz tras sus pasos. Saca un fuerte propósito que marque tu vida para siempre. No permanecer mucho tiempo caído en el suelo. Levántate y síguele a dondequiera que vaya, a donde te quiera llevar.
Jesús cae al suelo cansado, extenuado, sin fuerzas. Él asumió en todo nuestra condición humana, exceptuando el pecado. Se hizo tan semejante a nosotros para que no tuviéramos miedo de Él, para que confiáramos plenamente en Él. Para decirnos: mira, estoy deshecho, no puedo más, me faltan las fuerzas; pero me levanto. Quiero levantarme. Me esfuerzo hasta el límite para levantarme. No te dé vergüenza verte caído en tierra, confundido con el polvo y con el lodo si, aunque sea sólo con tu mirada, imploras ayuda y estás diciendo que quieres seguir adelante. Yo estoy siempre a tu lado. Cuenta conmigo.


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