5ª
ESTACIÓN: SIMÓN CIRINEO AYUDA A JESÚS A LLEVAR LA CRUZ
Entre los soldados y fariseos
corría un comentario: Necesitamos que alguien ayude a este hombre si
queremos que llegue con vida. Entre la multitud vieron a un hombre
alto, fornido, con aspecto de trabajador o campesino y le obligaron a
que ayudara a Jesús a llevar la cruz.
Primero, lo hizo de mala gana,
a la fuerza. Jesús lo miró con mucha ternura y agradecimiento, y
las entrañas se le conmovieron al ver el pésimo estado del
ajusticiado. Ayudó a Jesús a llevar el instrumento de su suplicio.
¡Qué suerte la de aquel
hombre! Quizá fuera inculto, tosco, duro; pero sin duda, sería un
hombre honrado, honesto, con un gran corazón. Aquel gesto de
compasión lo inmortalizó, lo introdujo en la historia para siempre.
Y si Jesús prometió el paraíso al buen ladrón por unas palabras
de arrepentimiento, qué no ofrecería a Simón Cirineo por haber
ayudado al mismo Dios a llevar tan pesada carga.
Ahora miramos a aquel hombre
con cierta envidia por la oportunidad que se le ofreció en su vida.
Pero no pensamos en la cantidad de oportunidades que Dios nos regala
y que nosotros desaprovechamos. No seamos nostálgicos sino
realistas. Desde que nos levantamos, toda nuestra vida es una gracia
continuada de Dios y un motivo de agradecimiento por todas las
ocasiones que se nos ofrecen para ayudar a Jesús a llevar su cruz.
¿Acaso no sabemos que cada
hermano nuestro es el mismo Cristo en persona? “Todo lo que hagáis
al más pequeño de mis hijos, a Mí me lo hacéis”. Jesús no nos
dice que es como si se lo hiciéramos a él, sino que se lo hacemos a
él.
Una sonrisa, una limosna, unas
palabras de consuelo y aliento. Ayudar a alguien a resolver una
situación difícil. Acompañar, estar al lado del que esta caído,
solo, enfermo. Visitar al preso, al marginado, al que nadie quiere.
Informar, socorrer, compartir. Renunciar a comodidades, a bienes, a
derechos, a nuestro tiempo. Ponernos a disposición de otros; pero
con sinceridad, sin cumplidos hipócritas. Dar y darnos. Dar no sólo
de lo que nos sobra, sino de lo necesario. Nos damos cuando damos más
importancia a los demás que a nosotros mismos. Cuando nuestro ego no
es el centro que rige, gobierna y mueve nuestra vida. Dar y darnos.
Sin distinción de personas. Sin esperar recompensa. Ni siquiera
esperar que nos lo agradezcan. Dar y darnos. Al pobre, al extranjero,
al enfermo, al preso, al desconocido, al que nos causa problemas, al
antipático, al ineducado. Dar y darnos. A los que no son como
nosotros, a los que no piensan como nosotros, a los que no viven como
nosotros. A los que nos ofenden y no nos quieren.
Cuántas veces nos
preguntamos, ¿y yo por qué tengo fe y otros no la tienen? ¿Por qué
Dios me ha hecho a mí este regalo? ¿Acaso tengo yo más derecho que
otros a este don sobrenatural? ¿Por qué yo soy un privilegiado
frente a millones de seres humanos que no conocen a Cristo? ¿Es
justificable que yo me salve y otros no? Y no vemos explicación a
estos interrogantes. La fe es un don gratuito de Dios. La salvación
es un regalo de su misericordia infinita. Pero Dios no nos da estos
bienes espirituales sólo para nuestro único disfrute personal. Él
pone en nuestras manos la fe, el conocimiento y posesión de su
gracia, de la Redención para que nosotros la transmitamos y
comuniquemos a los demás. La vocación cristiana no es ser pozo o
pantano de los dones de Dios; sino acequia, canal. Ser cristiano,
tener fe, seguir a Cristo no es sólo un don, una gracia, un
privilegio; es, sobre todo, una responsabilidad. Dios nos ha creado
para los demás. Nos da la fe y la salvación para los demás. Quiere
que seamos luz, sal, levadura para los demás.
También solemos decir con
bastante frecuencia: ¿por qué Dios no se manifiesta en una
importante plaza de una gran ciudad, a la vista de todos, o se
aparece a gente importante, a sabios y poderosos y lo hace a gente
humilde, sencilla, inculta? Está claro que los designios de Dios no
son los nuestros ni sus caminos nuestros caminos. Jesús lo dejó
bien claro al afirmar: “Bendito seas Padre, Señor de cielo y
tierra, porque si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos
se las has revelado a la gente sencilla (Mat 11,25-26; Luc10, 21). La
fuerza de Dios se manifiesta en nuestra debilidad. Ahora, mientras
los poderosos, los sabios y letrados, los cumplidores de la ley lo
condenan, obstinados en su ceguera, un sencillo y humilde campesino
le ayuda a llevar sobre sus hombros la cruz de su suplicio. El mismo
Hijo de Dios quiso contar con la colaboración de este hombre en su
obra de la Redención del género humano.
6ª
ESTACIÓN: LA VERÓNICA LIMPIA EL ROSTRO DE JESÚS
El cortejo de los ajusticiados
sigue su marcha hacia el Calvario, cuando una mujer fuerte e
impetuosa se abre paso entre la gente y, con total decisión, llega
hasta Jesús y le ofrece un paño para limpiarse el rostro. Jesús se
limpió el sudor y la sangre de la cara y se lo devolvió a la mujer,
manifestándole su agradecimiento.
Se oyen gritos de protesta
entre los soldados y las autoridades del templo por la intromisión
de aquella mujer, mientras ella desaparece y se dirige hacia su casa.
Apenas entró, desplegó lienzo o sudario y se encontró con la
imagen de la cara ensangrentada de Jesús. No podemos imaginar cuál
sería su sorpresa. Se pondría en oración para agradecer a Dios tal
privilegio. Qué pronto fue recompensada su buena acción, recibiendo
el ciento por uno. Con qué cariño guardaría Verónica aquella
reliquia, qué cambio produciría en su vida.
Otro personaje a imitar por
nosotros. Ejemplo de decisión, valentía, falta de respeto humano y
de miedo a comprometerse con una buena acción. Verónica no piensa
en el peligro; no calcula las consecuencias. Obra decididamente,
impulsada por un noble motivo, y Dios se lo premia con creces. El
comportamiento de esta mujer merece una reflexión por nuestra parte.
Puede ser el paradigma de otras situaciones semejantes que se nos
pueden presentar. Y un claro ejemplo de cuál debe ser la actuación
correcta. Incluso por encima de la ley o de ciertas normas sociales
establecidas.
Jesús es un reo, un condenado
a muerte. La sentencia proviene del procurador romano, la autoridad
competente para ello; pero son las autoridades religiosas judías las
que fuerzan a Pilato con sus acusaciones, con su presión a dictar la
sentencia. Un judío devoto, practicante estará de acuerdo con la
actuación de los sacerdotes y del Sanedrín en el caso de Jesús.
Parece que es lo pertinente. Pensemos como católicos qué haríamos
si el Papa excomulgara o condenara a uno de sus obispos, teólogos,
etc. Lo normal, lo políticamente correcto es ponernos de parte del
Papa y sintonizar con su actuación como buena, justa y correcta.
Pero Verónica desafía el estatus constituido se pone del lado del
reo. Jesús es un condenado de acuerdo con la ley judía, según sus
sacerdotes. Un peligro para el pueblo. Un alborotador y sedicioso.
Por tanto, debe morir. Pero Verónica se salta todo a la torera. No
le importa nada lo que piensen sus sacerdotes o cómo actúe la
justicia del momento. Siente lástima por aquel hombre. Se olvida de
prejuicios sociales, religiosos, jurídicos. Le importa el hombre, el
ser humano desvalido, que sufre, que está solo y abandonado, aunque
sea culpable ante la consideración de todos.
El amor debe prevalecer sobre
todo. A Dios no le agradan nuestros sacrificios, nuestros ritos o
ceremonias si no tenemos misericordia. La ley no salva; sólo el amor
infinito de Dios al cual debemos corresponder amándole a Él y a
nuestros hermanos.
“A los pobres siempre los
tendréis con vosotros”, nos dijo Jesús (Jn12,8). A los pobres, a
los marginados, a los condenados y encarcelados, a los enfermos, a la
escoria humana. Y en ellos está el rostro de Cristo, la persona de
Jesús. Esto no quiere decir que defendamos la injusticia, la
insumisión a la ley, el desprecio a las normas de convivencia.
Condenamos el pecado, pero no al pecador. El perdón, la ternura, la
misericordia, la compasión son las virtudes que definen la conducta
de Jesús y que deben ser la aspiración de todo cristiano. Verónica
actúa como el buen samaritano de la parábola. Nada desprecia más
Jesús que la actuación hipócrita de quienes defienden la
apariencia externa de buen comportamiento y albergan un corazón
corrompido por el odio, el egoísmo o la soberbia. Magdalena, la
mujer adultera, el buen ladrón, el publicano de la parábola
testifican cómo debe ser nuestra forma de proceder.
Gracias, mujer Verónica, por
este sublime ejemplo que nos has dado en una actuación tan sencilla
y corriente como es la de limpiar el rostro de una persona que sufre
y padece.
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