miércoles, 27 de marzo de 2013

14ª ESTACIÓN: JESÚS ES SEPULTADO

Veamos a María sentada en una piedra, a modo de banco ,con su hijo muerto en sus brazos. Su Hijo es Dios y Ella, la Madre de Dios. Como para quedarse absortos en contemplación toda la vida. Jamás entenderemos tan tremendo misterio. Conformémonos con acercarnos a la escena en compañía de José de Arimetea, Nicodemo, Juan, María Magdalena, la hermana mayor de María y otras piadosas mujeres. Con qué respeto, cariño y ternura se dirige Juan a María para decirle que es llegada la hora de dar sepultura a Jesús. Con qué dolor se desprendió la Virgen del cadáver de su hijo y se lo entregó a aquellos hombres cabales para que lo embalsamaran. Antes de que la trompeta anuncie la fiesta de la Pascua, Jesús debe estar enterrado. El grano de trigo ha de caer en tierra y ser sepultado para que produzca su fruto. Así el Hijo del hombre. Él ha cumplido hasta el último ápice la voluntad de Dios. Pronto vendrá la Resurrección para culminar y dar efectividad a su misión. Y después, el Espíritu Santo dará a los Apóstoles el toque de salida de la predicación de la Buena Nueva al mundo entero. Pero, ahora, queda rendir el último tributo a la muerte: el entierro.
Aunque el sepulcro estaba cerca, excavado en la roca y donde nadie había sido enterrado antes, cuatro hombres condujeron el cadáver en unas angarillas, seguido de las mujeres. Los hombres introdujeron el cuerpo embalsamado y amortajado al modo de los judíos y lo depositaron sobre una losa. Es presumible que María entrara en el sepulcro a dar el último adiós a su hijo. ¿Podemos imaginarnos el dolor de esta madre? El entierro del Salvador del mundo fue un entierro humilde, en la intimidad familiar, sin boato humano y sin signos extraordinarios en la naturaleza. Sólo un pequeño grupo de personas y una liturgia sencilla.
Los sumos sacerdotes acudieron a Pilato para pedirle una guardia que custodiara el cuerpo de Jesús, no sea que lo robaran sus seguidores y luego dijeran que había resucitado. Un grupo de cinco o seis soldados se turnaban de forma permanente para custodiar el sepulcro.
María y las otras mujeres se reunieron en el Cenáculo y se pasaron orando gran parte de la noche. Descansaron un poco en unas pequeñas habitaciones, y el sábado se levantaron muy temprano para hacer los preparativos con ungüentos y perfumes para ir al sepulcro.
Recojámonos en el mayor silencio y entremos con nuestra imaginación en el sepulcro. Contemplemos la escena que aparece ante nuestra vista: un hombre muerto envuelto en un sudario y cubierta de vendajes su cabeza. Apenas se le ven los ojos; el resto, un envoltorio de ropa blanca. En torno, oscuridad y silencio total.


¿De quién es ese cadáver? Es el cuerpo sin vida de Jesús de Nazaret. ¿Quién le ha llevado hasta allí? ¿Dónde se encuentra su madre y cuál es su estado de ánimo? Está instalada en la soledad humana más absoluta, aunque su alma está fuertemente unida a Dios a través de la fe. La fe ahora es silencio, oscuridad, soledad total. Ntra. Sra. de la Soledad. Nosotros somos los causantes, los responsables de tal situación. Ese es el precio de nuestra Redención. María no puede eludir su responsabilidad de Corredentora. Un día dio su palabra al ángel Gabriel, declarándose esclava del Señor, y quedó para siempre instalada en el ámbito de la divinidad, obligada al cumplimiento estricto y amoroso de la voluntad de Dios. María comparte todos los sufrimientos de su Hijo para nuestra liberación del pecado y para que seamos hijos adoptivos de Dios por la gracia.
Hagamos un esfuerzo para profundizar en la soledad de María. Los sentimientos están hechos a la medida de nuestro corazón. Y después del Corazón de Cristo no hay criatura humana que pueda tener un corazón más grande, más noble, más sensible que el de su Madre. Pensemos también en la soledad que se instala en tantos corazones, en tantos hogares del mundo: en las madres que pierden a sus hijos, en los esposos desgarrados por la separación. La soledad que patrocina la vejez, la pobreza, la muerte. La soledad del amor. Y la soledad de Dios.
María se sumergió en el abismo de todos los dolores que afligen al corazón humano. Dio a luz a su hijo en una cueva. Y para que Herodes no diera muerte al recién nacido tuvo que huir y esconderse en un país extranjero. Sufrió la experiencia de haber perdido a su hijo durante tres días. Soportó que su hijo fuera despreciado, insultado, traicionado, flagelado, coronado de espinas y condenado a muerte. Le vio morir crucificado entre dos ladrones. Le tuvo muerto en sus brazos y, finalmente, fue sepultado, sufriendo ella la más dolorosa soledad.
Digamos desde lo más profundo de nuestro corazón: Nuestra Señora de la Soledad, ruega por nosotros.



MUERTE Y RESURRECCIÓN DE CRISTO

Jesús en la cruz asume la representación de toda la humanidad ante Dios. Es la ofrenda, la oblación del Hijo al Padre en remisión de todos pecados de los hombres. Él mismo carga personalmente con todas las angustias, las incertidumbres, los errores y horrores de toda la historia de los seres humanos y hace suyas todas nuestras súplicas, peticiones y esperanzas. Por muy perdidos y desorientados que nos encontremos, por grande que sea el cúmulo de nuestros desaciertos, infidelidades, traiciones, cobardías y monstruosidades Dios nos perdona en la muerte y resurrección de su Hijo. Jesús paga con su muerte el rescate de nuestra salvación, lavando con su sangre todas nuestras ignominias, y nos lo garantiza, por encima de toda esperanza, resucitando a su Hijo. La resurrección de Jesús es la garantía y aval del perdón de Dios. Podemos sumergirnos en el pozo insondable de la misericordia de Dios y gritarle desde lo más profundo de nuestro ser, aunque la oscuridad sea total y absoluta y las dudas inmensa, Jesús mío, en Ti confió. Jesús mío, misericordia. Y Dios Padre nos escuchará siempre.

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