14ª
ESTACIÓN: JESÚS ES SEPULTADO
Veamos a María sentada en una
piedra, a modo de banco ,con su hijo muerto en sus brazos. Su Hijo es
Dios y Ella, la Madre de Dios. Como para quedarse absortos en
contemplación toda la vida. Jamás entenderemos tan tremendo
misterio. Conformémonos con acercarnos a la escena en compañía de
José de Arimetea, Nicodemo, Juan, María Magdalena, la hermana mayor
de María y otras piadosas mujeres. Con qué respeto, cariño y
ternura se dirige Juan a María para decirle que es llegada la hora
de dar sepultura a Jesús. Con qué dolor se desprendió la Virgen
del cadáver de su hijo y se lo entregó a aquellos hombres cabales
para que lo embalsamaran. Antes de que la trompeta anuncie la fiesta
de la Pascua, Jesús debe estar enterrado. El grano de trigo ha de
caer en tierra y ser sepultado para que produzca su fruto. Así el
Hijo del hombre. Él ha cumplido hasta el último ápice la voluntad
de Dios. Pronto vendrá la Resurrección para culminar y dar
efectividad a su misión. Y después, el Espíritu Santo dará a los
Apóstoles el toque de salida de la predicación de la Buena Nueva al
mundo entero. Pero, ahora, queda rendir el último tributo a la
muerte: el entierro.
Aunque el sepulcro estaba
cerca, excavado en la roca y donde nadie había sido enterrado antes,
cuatro hombres condujeron el cadáver en unas angarillas, seguido de
las mujeres. Los hombres introdujeron el cuerpo embalsamado y
amortajado al modo de los judíos y lo depositaron sobre una losa. Es
presumible que María entrara en el sepulcro a dar el último adiós
a su hijo. ¿Podemos imaginarnos el dolor de esta madre? El entierro
del Salvador del mundo fue un entierro humilde, en la intimidad
familiar, sin boato humano y sin signos extraordinarios en la
naturaleza. Sólo un pequeño grupo de personas y una liturgia
sencilla.
Los sumos sacerdotes acudieron
a Pilato para pedirle una guardia que custodiara el cuerpo de Jesús,
no sea que lo robaran sus seguidores y luego dijeran que había
resucitado. Un grupo de cinco o seis soldados se turnaban de forma
permanente para custodiar el sepulcro.
María y las otras mujeres se
reunieron en el Cenáculo y se pasaron orando gran parte de la noche.
Descansaron un poco en unas pequeñas habitaciones, y el sábado se
levantaron muy temprano para hacer los preparativos con ungüentos y
perfumes para ir al sepulcro.
Recojámonos en el mayor
silencio y entremos con nuestra imaginación en el sepulcro.
Contemplemos la escena que aparece ante nuestra vista: un hombre
muerto envuelto en un sudario y cubierta de vendajes su cabeza.
Apenas se le ven los ojos; el resto, un envoltorio de ropa blanca. En
torno, oscuridad y silencio total.
¿De quién es ese cadáver?
Es el cuerpo sin vida de Jesús de Nazaret. ¿Quién le ha llevado
hasta allí? ¿Dónde se encuentra su madre y cuál es su estado de
ánimo? Está instalada en la soledad humana más absoluta, aunque su
alma está fuertemente unida a Dios a través de la fe. La fe ahora
es silencio, oscuridad, soledad total. Ntra. Sra. de la Soledad.
Nosotros somos los causantes, los responsables de tal situación. Ese
es el precio de nuestra Redención. María no puede eludir su
responsabilidad de Corredentora. Un día dio su palabra al ángel
Gabriel, declarándose esclava del Señor, y quedó para siempre
instalada en el ámbito de la divinidad, obligada al cumplimiento
estricto y amoroso de la voluntad de Dios. María comparte todos los
sufrimientos de su Hijo para nuestra liberación del pecado y para
que seamos hijos adoptivos de Dios por la gracia.
Hagamos un esfuerzo para
profundizar en la soledad de María. Los sentimientos están hechos a
la medida de nuestro corazón. Y después del Corazón de Cristo no
hay criatura humana que pueda tener un corazón más grande, más
noble, más sensible que el de su Madre. Pensemos también en la
soledad que se instala en tantos corazones, en tantos hogares del
mundo: en las madres que pierden a sus hijos, en los esposos
desgarrados por la separación. La soledad que patrocina la vejez, la
pobreza, la muerte. La soledad del amor. Y la soledad de Dios.
María se sumergió en el
abismo de todos los dolores que afligen al corazón humano. Dio a luz
a su hijo en una cueva. Y para que Herodes no diera muerte al recién
nacido tuvo que huir y esconderse en un país extranjero. Sufrió la
experiencia de haber perdido a su hijo durante tres días. Soportó
que su hijo fuera despreciado, insultado, traicionado, flagelado,
coronado de espinas y condenado a muerte. Le vio morir crucificado
entre dos ladrones. Le tuvo muerto en sus brazos y, finalmente, fue
sepultado, sufriendo ella la más dolorosa soledad.
Digamos desde lo más profundo
de nuestro corazón: Nuestra Señora de la Soledad, ruega por
nosotros.
MUERTE
Y RESURRECCIÓN DE CRISTO
Jesús en la cruz asume la
representación de toda la humanidad ante Dios. Es la ofrenda, la
oblación del Hijo al Padre en remisión de todos pecados de los
hombres. Él mismo carga personalmente con todas las angustias, las
incertidumbres, los errores y horrores de toda la historia de los
seres humanos y hace suyas todas nuestras súplicas, peticiones y
esperanzas. Por muy perdidos y desorientados que nos encontremos, por
grande que sea el cúmulo de nuestros desaciertos, infidelidades,
traiciones, cobardías y monstruosidades Dios nos perdona en la
muerte y resurrección de su Hijo. Jesús paga con su muerte el
rescate de nuestra salvación, lavando con su sangre todas nuestras
ignominias, y nos lo garantiza, por encima de toda esperanza,
resucitando a su Hijo. La resurrección de Jesús es la garantía y
aval del perdón de Dios. Podemos sumergirnos en el pozo insondable
de la misericordia de Dios y gritarle desde lo más profundo de
nuestro ser, aunque la oscuridad sea total y absoluta y las dudas
inmensa, Jesús mío, en Ti confió. Jesús mío, misericordia. Y
Dios Padre nos escuchará siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario